Tirando muros
Art Tatum está considerado el pianista más influyente de la historia del jazz. Es posible que sea cierto aunque a mí me sigue gustando Bill Evans de forma especial. Ben Webster no está considerado el saxofonista más influyente del jazz. Es posible; es posible aunque a mí es el que más me gusta de todos. Incluyendo a Charly Parker. Escucho ahora My one and only love. Tatum y Webster juntos.
El Quijote de Cervantes es la novela que más ruido ha hecho durante toda la historia de la literatura. Sin duda. Pero prefiero a Chéjov, a Faulkner o a Vargas Llosa. Les siento más cercanos. Lo que tratan de expresar es lo que veo cada día. Pertenecen a mi mundo. O yo al de ellos. Depende de mi estado de ánimo.
Lo ajeno no suele gustar. La distancia hace incomprensible lo observado. Eso se rodea con cierta indiferencia llena de soberbia. Se procura olvidar, borrar de un recuerdo incómodo que nos hace pequeños ante lo que sabemos grande y no hemos sabido valorar. Porque llamamos ajeno a lo que no alcanzamos. Convertidos en galgos más lentos que el conejo que salta entre la retama terminamos negando para poder afirmar que somos, que el resto no sirve. Todo lo ajeno es estafa. Con un poco de suerte nos vemos persiguiendo de nuevo la presa, con un poco de suerte alguien nos indica un atajo por el que llegaremos al punto exacto en el que cobraremos la pieza. Y disfrutaremos más que nunca. Pero sin suerte llegaremos a creer que no merece la pena seguir persiguiendo, renunciaremos a eso que se convierte en obstáculo entre nuestra ignorancia y el saber.
Mis hijos solían protestar cuando, al entrar en el coche, descubrían horrorizados que sonaba alguna ópera. Hace algún tiempo decidí llevarme una copia de “Madama Butterfly”. Recordé que fue la primera ópera que escuché en casa y, por arte de magia, decidí comenzar a escuchar un tipo de música hasta ese momento odiada. Siguen con sus protestas. Prefieren escuchar otras cosas aunque desde ese día están aprendiendo a disfrutar con Puccini o Alban Berg. Tiempo al tiempo.
Los cambios nos provocan angustia, inseguridad. Lo incomprensible nos hace sentir más insignificantes de lo que somos. No nos deja ver más allá del ridículo que sentimos por ignorar. Y no somos capaces de ver que la única forma de avanzar es acercarse; de frente o por los costados, eso es igual; chocar contra un muro que termina desapareciendo si nos empeñamos en hacerlo añicos.
Tengo aprendido que los gustos personales sólo sirven para enterrar carencias. Y lo tengo aprendido porque descubrí hace mucho tiempo que esos gustos no son mostrencos, que lo ajeno se vuelve familiar en cuanto hacemos un esfuerzo, en cuanto nos dan las pistas necesarias para que no nos sintamos ridículos frente a mundos recién descubiertos.
Conocemos y evolucionamos. Y cuanto más lejos queda esa parte de la realidad que negamos miedosos más crecemos como individuos una vez que alcanzamos a tocar lo que negamos u odiamos por miedo a dejar de ser, por miedo a no ser capaces de ejercer nuestro poder en la pequeña parcela de nuestro cosmos. Es cuando descubrimos que siempre hay algo más allá, que los gustos se trasforman, que si no es así estamos muertos.
Sigo prefiriendo “La Galatea”. Mejor novela que “El Quijote”. Sigo escuchando con más agrado el piano de Evans que el de Tatum. Con Parker nunca disfruté tanto como con Webster. Sigo teniendo mis carencias al enfrentarme a los genios, mis complejos frente a lo grande. Quizás por ser consciente los estoy perdiendo poco a poco. Complejos y miserias. Quizás sé que estoy condenado a desdecirme pasado algún tiempo. Es posible que un buen día eso que no me termina de convencer se convierta en parte de mi realidad. O yo de la suya. Dependerá de mi estado de ánimo.
A puñados
Ante la gran batalla
Volver a intentarlo
Existe una posibilidad intermedia. Y, muchas veces, efectiva.
Compré hace unos días un ejemplar del libro de Alessandro Baricco “Homero, Ilíada”. Suelo leer todo lo que se publica de este autor. No es que sea mi favorito, pero siempre encuentro en sus novelas algunos elementos que, técnicamente, me parecen más que interesantes. Compré el libro más por inercia que por otra cosa. Sin embargo, esa misma noche lo abrí para echarle un vistazo. Se lee casi de un tirón. Baricco suele escribir breve.
“Homero, Ilíada” es una reescritura de esa obra (“La Ilíada). Sin más. El autor añade algunos párrafos; a veces, alguna frase suelta; pero intenta respetar lo que se narra en el original. En un breve comentario previo, Baricco avisa de la eliminación de los dioses como personajes, como parte activa y fundamental de la trama. Y del cambio de punto de vista. Utiliza narradores personaje para hacer más fácil y cercana la lectura al que lo intente. Quizás esto es lo que traiciona de un modo más rotundo la obra de Homero. El personaje para los griegos era otra cosa bien distinta. Eran casi hombrecitos construidos por piezas y carentes de conciencia o voluntad. Al menos de conciencia o voluntad que no fueran entregadas por los dioses que Baricco hace desaparecer.
En cualquier caso, el libro pudiera servir de enganche para el que intentó la lectura de “La Ilíada” y fracasó, una aproximación en ese territorio intermedio que aporta una idea argumental más clara. Sobre todo para despertar el interés del lector por los clásicos griegos. Sí, esos a los que casi nadie lee.
Un lector cualquiera descubre que lo narrado es “chico enamora a la chica de otro, se la lleva a su casa y se lía la marimorena”. Ni más ni menos. Descubre que todos los temas que se tratan en la literatura actual son repetición de lo que ya contaban los griegos. Y que lo hacían muy bien.
Acercar la buena literatura al lector medio, a veces, consiste en desmitificar una obra u otra. Este caso es parecido a nuestro Quijote. Un chaval que se arrime a los personajes sabiendo ya, entre otras cosas, que se puede pasar un buen rato riendo con ellos, tiene muchas posibilidades de disfrutar de esa lectura. Si lo hace obligado, pensando que se va a tragar un tostón, la cosa se pone muy difícil.
Estoy convencido de que, tras la lectura de este libro, más de uno intentará leer a Homero. Más de dos lo volverán a intentar. Muchos volverán a cerrar “La Ilíada” decepcionados (ahora con ellos mismos y no con el griego). Y algunos lograrán terminarlo. Buscarán en la biblioteca de casa un ejemplar lleno de polvo de, por ejemplo, “La Odisea” o alguna tragedia. Y cambiarán los best sellers o los libros sobre templarios por estos otros. Descubrirán la literatura en los clásicos.
Y eso está muy bien. Baricco puede gustar más o menos, pero hay que agradecerle este tipo de iniciativas.
Me dicen que está trabajando con otro clásico para repetir jugada. Y yo estoy deseando leer ese trabajo para disfrutarlo y para prestarlo a uno de mis alumnos más jóvenes o a cualquiera de mis hijos.
Yo, como todos, he dejado algún libro sin acabar, sintiéndome incapaz de soportar un ladrillo así, preguntándome qué verían los demás para afirmar que se trataba de una obra maestra. Con el paso de los años descubrí que la pregunta debería ser otra. ¿Qué es lo que no soy capaz de ver? Si alguien como Baricco abre los ojos a lectores que andan despistados, mejor. Ojalá hubiera tenido yo este tipo de ayudas.
Voy a confesar algo. Uno de esos secretos que se guardan como si fueran las escrituras del piso. Esta misma tarde comenzaré a leer (hasta el final) “Doctor Faustus” de Thomas Mann. Escuchando la música de Art Tatum que siempre ayuda en las labores dificultosas. Como San Judas Tadeo. Pero a este le dejo para los imposibles. Es más efectivo.
Espejos
Un niño que acaricia la piel del padre recuerda a la muerte cuando señala al siguiente. No es piel contra piel. Es futuro contra pasado de tiempo inservible, las cosas que nunca fueron, la fatiga de saberse a medio camino o más. O más. A solas, el padre se dice que aún tiene fuerza, que ante el espejo sigue viendo a un chaval como cuando era un chaval, que la inmortalidad es aliada. Pero sólo cuando nadie le ve. Si el hijo le mira y sonríe, él sabe que cada engaño le puede aplastar con moverse una pizca. El niño se torna espejo reflejando vejez, la de ahora sumada a la que llegará, absorbiendo lo vital que queda. Apenas una ilusión. La vida maltratando a la vida, la deshace entre roces y sonrisas melladas. La muerte señala con algo más de tino.