Cañas, marcianos y átomos
Acabo de dejar a Eduardo el limpiabotas (como ya sabrá usted es el mejor de Madrid). Después de tomarnos diez o doce cañas, de fumar paquete y medio (cada uno) y hablar de lo divino y de lo humano, hemos dado un paseo por la Avenida de la Castellana.
– Huele a crisis, don Gabriel. Huele a crisis que apesta. Inspire, inspire. ¿No lo siente?
– Pues no, Eduardo. Lo que huele es a humo.
– Ha dejado de ser un romántico. No me explico como alguien con tan poca sensibilidad se puede dedicar a escribir.
– Ni yo como alguien tan exquisito se dedica a lustrar calzado.
Después de nuestro encontronazo, no hemos tenido más remedio que entrar en un bar para tomarnos una cañas. Estábamos secos de tanto oler.
– Dígame una cosa, don Gabriel. ¿Es verdad que cree en Dios?
– Eso es irrelevante, Eduardo. Le voy a contar algo. Ponga un par de cañas más, jefe. Mire, cuando pienso en eso siento la misma angustia si decido creer o si decido negar su existencia. Es más que inquietante todo ese asunto. Por eso ya no lo hago con frecuencia.
– Y si resulta que somos los juguetes de un marciano cabrón.
– No beba más, Eduardo.
No he podido evitar verme metido en una bolsa de tela enorme junto muchos juguetitos pidiendo clemencia, pisoteado por pequeños marcianos cabrones, pinturrajeado por el más pequeño de los marcianos cabrones y, finalmente, abandonado en cualquier rincón de una casa verde llena de fotografías repletas de marcianos cabrones.
– ¿Cree en Dios?
– Otras dos cañas, por favor. Mejor en vaso largo. Es por no pedir cada treinta segundos. Gracias. Hace tiempo que dejé de saberlo, Eduardo. Hace ya mucho tiempo. Me conformo con pensar que los átomos que se organizaron de una forma muy concreta, un día, para que yo naciese seguirán en este universo colocados de otro modo, cada uno por su sitio, pero seguirán estando.
– Pues a ver si hay suerte y los míos se organizan para ser millonarios. Hay que joderse. Menuda mierda de átomos me tocaron en suerte. Me alegra que no lo sepa. Si llega a decir que sí o que no, me hubiera decepcionado. Siempre me pareció más que sensato.
– Ponga un par de jarras. Las últimas, Eduardo. Creo que me voy a desmayar.
– Joder, qué gracia. O sea, que tengo los mismos átomos que todo hijo de vecino, pero menos dinero. Mañana se lo cuento a todos los clientes.
– Yo contaré lo del marcianito cabrón. Vamos a cambiar el mundo, Eduardo.