Mi nombre es Anacleto. Pienso donar mi cuerpo.
En unos minutos saldré de casa y la suerte estará echada. Mi nombre será otro. Tal vez sea un número. Mi cuerpo será de otros. Quizás me hagan pedazos o me disequen. Da igual. La vida obliga. Nos suicidamos muchas veces mientras vivimos.
(Supongo que el lector habrá pensado al leer el texto que Anacleto era agente secreto. Que Anacleto tenía pensado donar su cuerpo a la ciencia. Que se quitará la vida poco después de contar todo esto. Y no. Anacleto tiene intención de alistarse en el ejército. Pobre Anacleto.)
Soy capaz de cualquier cosa, todo lo puedo, todo lo alcanzo, todo lo gobierno. Podría matar, arruinar, encumbrar, fulminar, torturar, amar hasta límites desconocidos para el ser humano, dar la vida o gran bienestar. Sea lo que sea. A cualquier ser del universo. Podría hacer que los planetas dejasen de girar si quisiera. Lo único que no puedo es creer en mí mismo. Sólo puede tener fe el que no sabe si algo existe, si algo es. Yo soy, sé que existo, lo sé todo, lo soy todo. Soy Dios. Soy ateo. El gran ateo que habita en la eternidad.
En el autobús. Él muchacho de pie. Ella sentada al fondo. Se miran procurando que el otro no se dé cuenta.
Él la besa. Ella sonríe dejando que el muchacho haga planes, se abrazan, se huelen, se quieren, se imaginan sobre una cama, se necesitan. Pasan años sin cambiar nada.
Observa cómo se apea, le bautiza Guillermo, no sabe que ahora se llama Ana. Él hurta una última mirada al deseo aunque es capaz de recordar el olor. Suficiente.
Día siguiente. Mismo trayecto. No coinciden. Mira a la chica que acaba de subir, ella al moreno que escucha música ausente.
Piensa en los cientos de revelaciones en las que creen millones de personas. Se mira en el espejo. Es cuando lo dice. Yo soy una revelación como otra cualquiera, tan divina como la que más, en la que puedo creer. Se acuesta con la sensación de arropar una imagen sagrada. Recordarme siendo niño, pensarme siendo anciano es una revelación. Le encuentra la policía una semana después gracias al aviso de los vecinos. Según la autopsia, la causa del fallecimiento es el suicidio. Encontraron una nota junto a la almohada que decía “voy a montar mi propio reino de los cielos”.
Da una palmada. Se encienden las luces. Silba para que el lavavajillas se conecte. Dos golpecitos en la mesa. Las luces disminuyen su intensidad, el televisor muestra una película porno y el androide baja por las escaleras gritando que está dispuesta a cualquier cosa. Según el manual debe disfrutar durante los veinticinco minutos siguientes. Diez después tendrá que dormir en postura fetal para que le administren los sueros necesarios. Se levanta incumpliendo el Protocolo Live 8900. Va hasta la estantería del pasillo. Encuentra el arma. Es el momento de desconectarse. Cuando siente el cañón en la sien se siente vivo.
La iglesia abarrotada. Los novios junto al altar. Ellos sentados en el último banco. Hablan sin mirarse. ¿Cómo te va la vida? Bien, ¿a ti? Él no contesta. ¿Tienes novio? No, ¿tú? Él no contesta. Se miran. Declaran marido y mujer a los novios. Se miran. La iglesia queda vacía. Se miran. Tonto. El extiende el brazo con la palma de la mano hacia arriba. Ella le agarra. Les piden que salgan. Van a cerrar. Pasean. ¿Es guapa? ¿Cómo se llama? Él mantiene el silencio. Se miran. Un beso intenso. Y es cuando él dice que sí, que ahora sí.
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