Uno de los dos lo hizo mal. Pidió perdón y se arrimó. Dobló el lomo para que los golpes se sintieran algo menos. Llegado el momento, el otro lo hizo igual de mal. Pero con la cabeza bien alta dijo: “No haberlo hecho. Yo no tengo culpa de nada. Es lo que te mereces. Ellos me prefieren a mí”. El primero pensaba que no se trataba de destruir con la arrogancia de la víctima, pedía que no le echaran a los pies de los caballos después de pedir perdón, era injusto. No sirvió de nada. Sobre el pedestal de su razón, orgulloso de lo que estaba creando, movilizó sus fuerzas sin piedad. El día que recogieron de la cuneta al hombre apaleado, mil y una vez, ya era tarde. Nadie lloró la muerte. Nunca más se derramó en aquel lugar lágrima alguna. Por nadie.
Llamaban a la puerta. Sin abrir los ojos, esperó a escuchar las pisadas que se alejaban. La casera se quejaba con amargura. Alargó el brazo intentando agarrar el vaso. Se lo llevó a la boca sabiendo que no contenía una sola gota de agua. Miró al techo pensando en el tiempo que llevaba allí metido. Supo que era lo último que haría. Ni siquiera el azar tenía ganas de hacer.
– ¿Sabemos algo de él? preguntó el policía de pelo canoso.
– Sí. La casera dice que no le faltaba de nada, que salía poco. Apenas sabía nada de él. Ya sabes, lo de siempre.
Era un hombre con pluma en mano. Trataba de explicar lo que significaba el privilegio de escribir. Cuando creía que su mensaje resultaba infalible, bello y exclusivo, apareció un segundo hombre con pluma en mano. Nombraban ambos las mismas cosas. El primero para sí mismo. El segundo sabiendo que alguien querría escuchar, entender, alcanzar a subir un escalón que, hasta entonces, sólo musas y hombres con pluma en mano eran capaces de superar. Vidas y mundos enteros quedaron en las posadas, en tabernas e, incluso, en establos. Vidas y mundos escuchados por hombres y mujeres desdentados, marcados por la debilidad de la ignorancia, por estigmas llegados de un monasterio falso construido sobre tintas invisibles para casi todos. Inevitable, como cualquier otra debilidad, llegó arrastras, ocultándose en pisadas cuidadosas de hombre culto llamado a salvaguardar purezas. Durante algún tiempo no quiso notar como se agarraba a él. Primero los talones, más tarde hasta el último poro supuraba sin parar. Intentó todo lo posible para que aquella pluma (advenediza y sucia, decía) se secara al sol junto a la piel de su amo. Difamó, acusó, persiguió, quemó los pergaminos alojados en recipientes de barro. Cuanto más leía más vieja sentía la dureza de un lenguaje que arremetía contra él. A los que escuchaban, primero, y lograban leer, después, les parecía que nada tenía que ver aquello con ellos. Entendían y se elevaban despacio dejando atrás un campo negado a su inteligencia de hombres. Cuentan que una tarde de invierno, mientras caminaban diez de ellos para escuchar cómo podrían aprender a leer, encontraron a los dos hombres con pluma en mano en el borde de un camino. Uno de ellos (el que había llegado después) yacía muerto, degollado. El otro copiaba frenéticamente lo último que el difunto había escrito sobre su piel, rasgando con la pluma la carne. Cargaron con el cadáver y continuaron sin prestar atención al otro. Los buitres estrechaban los círculos de su vuelo.
T. es un superhéroe moderno. Aunque sólo él lo sabe.
Trabaja como los que no lo son; es padre de tres hijos normales y corrientes (uno de ellos tiende a ser un cafre); su mujer no es nada del otro mundo y la paga no le llega a final de mes casi nunca. Pero es un superhéroe. Guarda su traje (el de superhéroe) en una caja de cartón. Debajo de la cama. Y teme que un día se inunde el piso (cosa bastante probable puesto que la casa es una mierda; es la suma de cañerías de mierda, de cables de mierda y paredes de mierda). Si la inundación se produce, el traje (de superhéroe) pasará a ser una auténtica mierda.
Supo que tenía superpoderes cuando era un crío. Fue en el colegio. Nadie se percató de ello, sólo él. Quizás su profesor también, pero, era tal la manía que sentía por T., que no quiso saber nada del asunto. Incluso le castigó. Dos horas seguidas aguantando la metafísica de Aristóteles en una mano y la historia de España en la otra que por esas fechas sólo servían para golpear brutalmente a los alumnos empeñados en recordar etapas anteriores. De rodillas.
T. ocultó tan bien como le fue posible su secreto. Aunque, a veces, era inevitable hacer gala de sus poderes. Sentía un deseo irrefrenable de salvar al mundo y corría hasta su casa para vestir el traje especial y volver tan rápido como era posible. Casi siempre llegaba tarde y allí no quedaba nadie. Además, no podía adivinar dónde había un problema en ese momento. Si se lo encontraba de cara, bien, pero si el azar no le ponía en el lugar exacto, no había nada que hacer.
Intentó ejercer de superhéroe sin su traje aunque le fue imposible. Le tomaban por loco o por cualquier otra cosa que nada tenía que ver con la realidad. En una ocasión le confundieron con un espía peligroso. Y ruso. Un anacronismo indecente que le hizo sufrir una terrible depresión.
Hoy ha llegado el momento de descubrir sus facultades ante el resto del mundo. T. ha pasado largas horas preparando un plan minucioso, perfeccionista, sin fisuras. Irá a un programa de la televisión nacional. Como público. Sin que parezca otra cosa que no sea un tipo dispuesto a tragarse cuatro horas de programa a cambio de un bocadillo elástico y aparecer un segundo en pantalla sonriendo abiertamente. Se sentará donde le digan, escuchará, aplaudirá y reirá los chistes de un presentador famoso con la gracia en el mismísimo culo. Cuando el concursante esté a punto de fallar la pregunta definitiva, él, T. el superhéroe, alzará la voz. Fuerte, clara. Será cuando deje que los demás conozcan que un superhéroe vive entre ellos, que siempre podrán acudir a él, que aún hay esperanza en el mundo.
Llega el momento. Última ronda de preguntas. Va a fallar, piensa. Llega el momento.
Se pone en pie. Se despoja del chándal. Debajo un traje de chaqueta. Impecable. Gris marengo. Corbata rosada y camisa blanca. Gemelos de plata. Los zapatos que lucían ridículos en un hombre vestido con chándal, brillan lustrosos. Alto, todo el mundo quieto, grita levantando las manos. El presentador se gira extrañado. El regidor hace aspavientos para que T. se siente y guarde silencio. Conozco la respuesta, la sé, esta pregunta es de pensar y yo lo hago de maravilla. Soy un librepensador. El personal de seguridad llega a la carrera. Cachiporras en las manos. Le están liando, amigo concursante, grita y es lo último que se oye porque las cachiporras suben y bajan a velocidad de vértigo. Es posible que en treinta segundos le hayan golpeado un centenar de veces.
El presentador enarca las cejas miando a la cámara. Unos lanzan rayos gamma, otros agua a presión y otros dicen poder pensar. Así son los espías rusos. Sigamos, queridos amigos. Hagamos un mundo mejor.
T. es trasladado a su domicilio donde su mujer, completamente avergonzada, le recibe fingiendo una histeria del montón cuando, en realidad, ha enloquecido por completo. Su hijo, el de la tendencia a ser cafre, le insulta gravemente. Espía, asqueroso, soviético de los cojones, grita tan alto como puede.
T. calcula que su depresión ya no tendrá fin. Se mete en la cama, cierra los ojos y procura dejar la mente en blanco.
Escribo este diario para que todo el mundo sepa. Me llamo Greta, soy enfermera y tengo treinta años. Cuido de este hombre desde hace seis. El diagnóstico es rotundo. Coma cerebral irreversible. Ni siente ni padece. Eso dice el informe médico que está guardado en la mesilla de noche. Al principio, su familia probó todo lo que estaba a mano. Poco a poco, se dejaron llevar por la desesperación. Y, cuando el dinero no llegaba para más ni las fuerzas eran suficientes, me llamaron para que le cuidase hasta el momento de su muerte. Seis años. Siempre creen que ese día será el último, se agarran a eso de que para estar así mejor morirse. Lo que no saben es que todo es distinto a lo que ven.
De niña, me enseñaron algo sencillo y que cualquiera puede comprobar. El olor es lo que las personas mejor recordamos. Si nos pasa algo y, en ese momento, huele a perfume, a sudor o a chimenea, cada vez que pensemos en ello podremos oler ese perfume, ese sudor o esa chimenea. No invento nada. Le pasa a todo el mundo. Cada cosa desprende un aroma. Sea cual sea. Incluso las ideas tienen su propio olor. Dios desprende un fuerte olor a hielo que te traspasa con el dolor de los cuchillos, con insistencia. El odio suelta un tufo asqueroso, como el del cieno, aunque, a veces, cuando eres tú el que odias huele a cera quemada. La cera que se va quedando seca sobre ti, anquilosando. La inteligencia a viento, la tristeza a trueno, el calor a trigo. Todo huele.
Cuido de él desde hace seis años. No ha muerto porque aunque no se mueve, aunque las pruebas dicen que su actividad cerebral es nula, puede oler. Lo sé porque cuando recibe el estímulo mueve ligeramente un dedo. El índice de la mano derecha. Apenas se nota. La primera vez que lo vi, creí que eran cosas mías. Pero lo comprobé una y otra vez para estar segura. No se lo he dicho a nadie. Podrían comenzar con las pruebas de nuevo. Y, además, necesito trabajar.
Meto en frascos las cosas que se me ocurren. Un poco de arena para que vaya al parque; en primavera un puñado de polen; recojo aire de la ciudad para que pueda dar un paseo; queso, mantequilla o embutido para que le sepa a algo la alimentación que le proporcionamos a través de la vía. Y mueve su dedo, cada día lo hace e intuyo que es feliz.
Lo único que no he traído nunca más son unas gotas del perfume que encontré en su cuarto de baño. Nadie sabe a quién perteneció. Era un perfume de mujer. Había un frasco, pero no había ni rastro de ella. Ese día movió el dedo con tristeza, con la cadencia de la ausencia. No quiero que sufra, así que no he repetido. El olor de la ausencia es el peor de todos, el que hace más daño.
6 de mayo de 1966
Huele a muerto. Está vivo aunque huele a muerto. El que ha estado cerca de uno sabe que no se puede olvidar. Solo queda esperar. Es un hedor insoportable.
(Extracto del atestado de la policía judicial)
El cadáver fue encontrado por la hermana del propietario del piso, enfermo crónico que se encuentra en estado de coma cerebral desde hace más de diez años. La mujer no mostraba signos de violencia. Entre sus objetos personales se encontraron un pañuelo, un lápiz de labios, un par de tarros vacíos con etiquetas que decían “primavera” y “tormenta”, así como un diario que no parece tener la menor importancia para el juez que instruye el caso.
Me gusta mirar el retrato en el que apareces con esas casas de adobe a la espalda. Aún eras tú. Tu pelo era tu pelo, el vestido beige aún era ese. Y, sobre todo, el tipo que te pasa el brazo por los hombros me recuerda a mí mismo. Es mi preferida, pero puedo mirar más y verte. A ti. Cuando eras.
Hoy, al llegar a casa, una mujer me ha reñido. Decía algo sobre mis olvidos, sobre lo desastroso que soy. Es todo lo que me ha dicho. Me he encerrado en el baño para no escuchar. He resuelto un crucigrama, he fumado un par de cigarros y he escrito en la mampara de la ducha (con el dedo) un par de frases absurdas. Me hubiera encantado que estuvieras por aquí. Como antes. Como cuando eras tú.
Me gusta mirar el retrato en el que apareces, cualquier retrato en el que te puedo ver, porque es la única forma que tengo de mirarme al espejo sin pensar que me quedé en alguna cuneta. Hace ya mucho tiempo.
Es curioso te miró en un papel y te tengo. Te miro cuando estás sentada en el sillón y la ausencia duele.
Tocaba con suavidad todo aquello que encontraba en el camino. Lo hacía desde el día que la dejó dentro de un vagón de tren. No pusieron las manos en el cristal de la ventanilla para despedirse, ni corrió acompañando los primeros metros de un viaje eterno. Ella cerró los ojos para imaginar una vida entera que otra viviría por ella. Él pasó la yema del dedo pulgar por encima de las del resto pensando en la textura de una piel que cedería ante otra corona. Quizás fue un odio que arrasaba cualquier idea, quizás la desesperación. Nadie lo ha sabido nunca. Pero ella viajaba hacia un lugar en el que él no cabía. Pero él se quedaba en un espacio reservado desde siempre al vacío. Y a él.
Tocaba con suavidad cualquier cosa que veía. En las tiendas de comestibles le llamaban la atención exigiendo más respeto e higiene, libros, camisas de seda, cuadernos, maderas, botellas, plantas, árboles, el suelo de los lugares que visitaba. Saludaba con un apretón de manos a los hombres, pero les soltaba dejando que las manos rozasen con un gesto casi infinito. Besaba a las mujeres con la levedad suficiente como para provocar en ellas una duda perpetua, para que se preguntaran sobre lo que buscaba en realidad. Porque sabían que formaban parte de un decorado. Sólo.
Tocaba buscando. Años sin encontrar un tacto que se pareciese al de la mujer. Salvo el roce de la yema de su propio pulgar contra las otras cuatro, nada era evocador.
Fue mucho tiempo después cuando entendió. Su hermano muerto. Las cenizas dentro una urna negra. Espárcelas en cualquier vertedero, le dijo. Mete la mano, toca. Y siente ese tacto aprendido de pulgar contra los demás. Yemas convertidas en cenizas. La vida que se escapa en un vagón de tren. La muerte en el lugar que le tocó desde el principio. Y a él, desde que el tren salió de aquella estación. La textura de una piel.
Dicen que el hombre desapareció al día siguiente, que algunos le vieron subirse a un tren. Sin equipaje. Alguno afirma haberle visto paseando con una mujer en otra ciudad. Que pasean mientras él habla y ella, con los ojos cerrados, escucha sin decir una sola palabra. Pero nadie sabe la verdad. Nadie la supo nunca.
Las imágenes y archivos de audio y vídeo que aparecen en este blog han sido incluidos en él por motivos ilustrativos o didácticos, sin ánimo de lucro, bajo el término del uso razonable.