Bulos, idiotez, extremismos y los que nunca leyeron el Quijote
Henri Roger-Viollet Man pushing a cow in a bus. ‘High quality pasteurized milk’, Paris, 1950 |
Creo yo que debería darnos vergüenza todo eso que nos sonrojaba hace ya algún tiempo, todo lo que no confesábamos porque sabíamos que eran errores monumentales de los que no se podía presumir, todo lo que antes se llamaba pecado (qué palabra tan lesiva para la sociedad) o todo lo que nos reducía a la mínima expresión como personas. Lo ridículo, lo incorrecto o ser un mamarracho, es lo que es. El debate no tiene demasiado recorrido.
Ser racista y xenófobo ya no se
oculta como antes. Ahora, cualquiera lo puede confesar sin crear gran alboroto.
Es más, genera cierta simpatía todo aquel que levanta la mano si alguien
pregunta por el ultra más radical, el que odia más a los extranjeros que vienen
a invadir nuestro país, el que quiere deportar a sujetos que nos quieren quitar
el trabajo. Pero ser racista, xenófobo, ultra radical (sea de lo que sea),
misógino u homófobo, debería causar problemas de conciencia al que lo es y a
los que les ríen las gracias. Todo aquello que vaya en contra de los intereses
de otras personas no puede ser bueno; todo aquello que está abonado por el odio
no puede ser bueno.
Mentir está muy feo y puede
convertir la realidad en una trampa mortal. El que miente sabe que distorsiona
las cosas para beneficiarse o perjudicar a otros. El mentiroso nunca tuvo
cabida en la sociedad hasta ahora. Sin embargo, hoy puedes mentir y difundir
esa mentira a los cuatro vientos sabiendo que causarás un problema grave y no
pasa nada. De hecho, las mentiras se premian, por ejemplo, en redes sociales.
Si mientes mucho y montas un circo cada día, te siguen miles de personas y tus
ingresos se disparan. Los mentirosos son peligrosos y los seguidores son más
bien idiotas.
Ser un tarugo es algo que ya no
da vergüenza. Como vivimos en el paraíso de los mediocres, ser un leño es algo
normal que no se penaliza. Al contrario, cada día son más los incultos
recalcitrantes que tienen su cuota de poder (casi siempre en el universo de la
política). No leer ya ha dejado de ser un secreto inconfesable; hemos pasado de
escuchar decir a todo el personal que se había leído el Quijote a saber que no
leen nada de nada. No pisar un museo es lo normal, ir al cine se ha convertido
en algo innecesario, escuchar un concierto de música clásica ya es cosa de
finolis a los que deberían encerrar… Y, así, todo.
Afirmar que el feminismo es un
timo es algo que ya se dice sin complejos. Y eso se acompaña con ataques
estúpidos a la mujer que no son más que resúmenes inexactos de lo que se
escucha en la radio, ideas que ya eran un refrito vacío de titulares e ideas
incompletas y que un tertuliano que cree saber de todo suelta a la ligera.
Cualquier idea en manos de un metepatas, mentiroso, mediocre o bobo, es
triturada sin compasión. Y lo peor es que hemos normalizado que un sector de la
población pueda mentir sin problema alguno.
La aparición de los extremismos
en la política ha significado que lo más granado de cada familia haya
encontrado un refugio ideal para parecer uno más. Y no, no lo son. Un inculto
siempre será un insulto a la inteligencia colectiva, un machista siempre será
un peligro para el desarrollo social, un racista siempre será un ser desalmado
y miedoso y, por tanto, peligroso; los violentos deben ser erradicados del mapa
social; los que no leen seguirán teniendo faltas de ortografía dolorosas y la
mente más árida que el Gobi…
Volvamos a sentir pudor por
nuestros errores; no permitamos que lo peor de las personas se normalice en
nombre de la justicia social o algo parecido; distingamos entre lo que aporta y
lo estéril, y no dejemos ganar terreno a la parte más oscura del ser humano.
Por cierto, el que tenga dudas
sobre lo que digo que se acerque a su hijo, sobrino o conocido (adolescente a
poder ser) para mirar los contenidos de redes sociales con los que se
entretiene la criatura. Y luego, ya si eso, discutimos sobre el presente y el
futuro que llega envuelto en bulos, idiotez, vacío y falta de criterio.
G. Ramírez
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