Sentirse el peor hijo del mundo y, tal vez, serlo

Autor de la fotografía desconocido

Tiempo aproximado de lectura: 4' 30''

Una de las experiencias más demoledoras, perturbadoras y estresante con la que se tiene que enfrentar el ser humano es la vejez y muerte de un padre o una madre.

La vejez es algo feo. El anciano está agotado o acaba estándolo; los hijos pierden los nervios durante la fase en la que el viejito ya no es capaz de tener una vida normal, de pensar de una forma ordenada, de asearse solo... La vejez apesta a vejez del mismo modo que un bebé huele a talco y agua de colonia. La casa de una anciano es la decadencia dibujada en los muebles que ya eran feos hasta siendo nuevos, es la decadencia de una limpieza que se realiza con torpeza y termina siendo mugre, es la imagen con la que nunca esperas encontrarte aunque un día se te pega a un costado y no te abandona nunca más. O, si quieren, la vejez es una residencia llena de ancianos, aparentemente limpia en la que, un día cualquiera, ingresamos al padre o la madre o a los dos, para quitarnos un problema de encima. Digo estas cosas porque soy de los que me he sentido el peor hijo del mundo en alguna ocasión y me considero experto en soportar problemas que tienen que ver con ancianos y en no solucionar ni uno. Ni uno solo.

Ya sé que lo políticamente correcto sería decir que hacerse cargo de alguien que lo dio todo por ti es una maravilla, que el amor mueve el mundo, que cuidar de los ancianos nos permite crecer como personas. Pero me temo que la realidad es otra. No voy a decir que todo el mundo es tan odioso como yo y algunos otros; no voy a decir que es imposible sentirse maravillado por prestar un servicio a los padres y madres ancianos que pierden la cabeza, que usan pañales y se sienten humillados, que desconfían de ti y de todo, que solo quieren hablar de sí mismos, que tienen que ir al médico cada diez minutos por cualquier razón real o imaginada (hay que dejar de hacer lo que sea para acompañarlos) aunque al salir de la consulta piden la muerte a gritos, que sacan lo peor de ti porque no eres capaz de hacer que te escuchen; al contrario, es muy posible que el mundo esté lleno de buenas personas y que el grupo de los peores hijos del mundo seamos monstruos espantosos que se encuentran con un problema irresoluble, que no saben afrontar y les saca de sus casillas. El que escribe se considera el jefe de esa tribu. Cosas que pasan.

El problema de los padres enfermos, que viven solos y no quieren saber nada de cuidadoras ni de residencias, es aniquilador, constante, interminable. Todo se va desmoronando y no puedes hacer nada. La casa que se hace vieja, los muebles que deprimen, la comida que parece vieja en ese comedor tan triste aunque la lleves tú de casa. Todo lo que te molestó de niño o de joven de tus padres se ha multiplicado por un millón y, sencillamente, no lo soportas. Necesitas quererles mucho y no eres capaz de sentir lo que otros cacarean a los cuatro vientos. Porque, entre otras cosas, cuando decides parar y pensar sobre el amor que sientes por tus padres, o bien te llaman por teléfono para insistir (otra vez) en que hay que acompañarles al médico trece veces en una semana, o bien les tienes enfrente insistiendo en contarte sus penas, en que leas los informes médicos, en que les digas el saldo de la cuenta bancaria que ya les dijiste seis minutos antes o lo que sea. Y tú lo que necesitas es parar y amar. Pero lo que tienes es un problema encima que no deja ni respirar, ni ver más allá de lo que te está machacando. Porque nadie espera ver a sus padres hechos una calamidad.

Los peores hijos del mundo tenemos una excusa para serlo. Nuestra propia familia que no podemos abandonar. Aunque nunca es suficiente cuando uno se siente mezquino. Si cierras la puerta de la casa de los padres ancianos sin tener claro qué pasará durante las siguientes doce horas (una caída, un fogón encendido toda la noche, que deje de funcionar el televisor...) siempre puedes pensar que estás haciendo lo correcto. Eso no falla. Y, por si era poco, cuando llegas a casa y le preguntas a tu marido o a tu esposa si cree que estás haciendo las cosas bien, la respuesta te reconforta. Lógicamente, ese marido o esa esposa, que sufren las consecuencias de todo lo que está pasando, te dicen que sí, que eres lo más de lo más (por no salir tarifando, claro, porque ellos piensan que las cosas se hacen de otra forma). Sin embargo, nada sirve. Al día siguiente todo sigue igual y sabes que lo estás haciendo rematadamente mal.

Los ancianos, mientras, a lo suyo. Nada de ayudas externas porque les pueden robar, pegar o dejar sin ir al médico (hasta que claudican porque no hay más remedio). Lo dicen en esas visitas que parecen no tener fin. Las mismas historias de siempre, la misma depresión y un deterioro mayor.

Al viejito se le va la cabeza. Qué mal rollo. Por ejemplo, si la esposa ha muerto un par de años atrás, cada día pregunta y cada día se entera de que es viudo. Debe ser tremendo. A cambio se pasa el resto del día creyendo que vive en el país floreal.

El viejito pierde el control de esfínteres. Pone todo perdido y eres tú el que tienes que limpiarle. Se avergüenza, pasa un rato que odia. Todos odiamos esos momentos.

No puedes obligar a que hagan esto o aquello; tal vez no quieres tomar decisiones difíciles. Pero sabes que todo va ir a peor. Eres el peor hijo del mundo desde que te levantas hasta que te acuestas.

El proceso es agotador. Además, tú que eres el peor hijo del mundo aunque estás allí siempre, eres el peor de los hermanos. Un domingo llegan los otros y hay fiesta. Todo son risas. Se van y te ponen la cabeza como un bombo (los viejitos). Nunca vienen, cómo son, pero contigo no hay risas ni fiestas. Hay médicos, pañales, asuntos del banco, pero fiestas ni una. Nunca entendí la parábola del hijo pródigo. Me parece espantosa.

Lo peor es descubrir que la muerte no es lo más doloroso del proceso. Es una liberación y crees que es lo mejor que podía pasar después de tanto dolor, de tanta vida inútil, de tantas lágrimas de unos y otros. Sientes que eres lo más bajo de la raza humana, te nombras peor hijo del mundo.

Eso sí, los peores hijos del mundo, sentimos una enorme y extravagante gratitud. A pesar de todo son nuestros padres. Incluso tenemos ataques de celos al ver que con la cuidadora se llevan de cine. Lo que pasa es que cuando uno está inmerso en un proceso tan traumático no sabe ni cómo se llama. Pero los peores hijos del mundo somos humanos, no crean otra cosa. Solo se descubre esto cuando comienzas a vaciar la casa que fue de ellos y tuya. Recuerdos, las cosas que se quedaron sin decir.

Me tendrán que perdonar, pero tenía tantas ganas de decirlo...

G. Ramírez

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