Bochorno en el juzgado o cómo han querido arrasar a Elisa Mouliaá

Elisa Mouliaá a la salida del juzgado

No me gusta el feminismo que ha intentado imponer Irene Montero mientras ha sido ministra. Todo lo que ha hecho al frente del Ministerio de Igualdad ha sido tóxico, ha colocado a los hombres a un lado de las trincheras construidas por ella misma y a las mujeres al otro de esas mismas zanjas. El feminismo es una cosa bien distinta a lo que ha defendido Montero. No me gusta. Pero me gusta menos, mucho menos, escuchar a un juez humillando, riñendo, poniendo en duda la versión de una mujer que está obligada a revivir un episodio asqueroso de su experiencia y revivirlo de la forma más cruel, intensa e insultante que se me puede ocurrir.

La actriz Elisa Mouliaá ha denunciado a Iñigo Errejón. Ella afirma que se vio agredida sexualmente por el sujeto. Errejón lo niega todo. Y el Juez Adolfo Carretero pone todo en duda. De paso, se coloca en un territorio claramente favorecedor al presunto agresor.

Me ha producido un enorme dolor escuchar al juez increpando, persiguiendo, mostrando un paternalismo absurdo e injustificable, mientras Elisa Mouliaá intentaba defenderse; sí, defenderse siendo la víctima. La mujer terminó llorando y el juez, supongo, se fue a casa tan pichi y orgulloso de no consentir a una mujer poner en tela de juicio quién manda en la sociedad desde las cavernas.

Algunas perlitas que causan bochorno y que deberían avergonzar a ese juez y a toda la judicatura que no termina de entender el problema y que sigue sin tener la formación adecuada para abordar con un mínimo de empatía todo este ámbito de la agresión sexual (al final de esta columna puede usted ver un vídeo con la declaración de la señora Mouliaá)

‘¿No sería que usted sí quería algo con ese señor y al no responderle, le denuncia?’.

‘Estaba muy ebria, ¿seguro?’; ‘Le dijo: ‘déjame en paz?’; ‘no se entiende que usted no hiciera un gesto’; ‘usted es una mujer acostumbrada a tratar con el público, ¿cómo no es capaz de decirle que esas condiciones no eran aceptables?’.

Esto es, sencillamente, una vergüenza. Y solo es un pequeño extracto.

El juez preguntó a Elisa Mouliaá si le bajó las bragas y cuánto tiempo estuvo chupándole los pechos y tocándole los glúteos; le preguntó (todo con un tono entre paternalista y acusador, sin querer intentar entender lo que estaba contando la mujer) si sabía para qué se había sacado el miembro viril Iñigo Errejón.

Que Iñigo Errejón trate de irse de rositas es comprensible. Él trata de salir intacto de este desastre. Pero que el juez trate de forma casi vejatoria a la víctima es incomprensible. Está claro que en estos casos se deben hacer preguntas duras y comprometedoras, pero no es necesario utilizar un tono chulesco o intimidatorio, no es necesario participar tanto de la acción (el juez Carretero parecía estar reviviendo él mismo lo sucedido).

Falta mucho camino por recorrer. Parecía que era mucho más corta la distancia hasta una meta deseada y precisa, pero entre la cantidad de machistas declarados y tapados, las que dicen ser feministas sin ser más que alborotadoras estúpidas que confunden la reivindicación con la guerra total, unos jueces que agrandan las diferencias y un mundo ordenado alrededor de la ignorancia que se alimenta de bulos, la distancia entre hombres y mujeres se antoja imposible de eliminar. Debemos recordar que, no hace mucho, los jueces han señalado la minifalda como elemento que invitaba a la agresión, han preguntado si la víctima había cerrado bien las piernas y han visto en la agresión de La Manada una especie de juerga de la que la agredida participaba con alborozo y alegría.

Qué pena, qué dolor y que sonrojo.

G. Ramírez

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