Malos políticos en potencia o el amigo B. de todos
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Hace muchos años que conozco a B.
Pero es igual. No ha cambiado casi nada. Unas canas por aquí, una arruga por
allá y poco más. Siendo jóvenes, en una de esas conversaciones que tienen los
amigos mientras vuelven a casa después de una noche de fiesta, dijo, por
primera vez, que no pensaba casarse en toda su vida. Cada noche de farra, la
misma afirmación. Pasaron dos años y me entregó un sobre blanco. Sonreía. Era
su invitación de boda. Y el día que se casó, mientras fumábamos un cigarro
fuera del salón en el que los invitados se manchaban las corbatas y los
vestidos de seda (ya saben, ese liquidillo que salta desde las cabezas de los
langostinos hasta unos comensales que lanzan maldiciones aunque siguen zampando
con entusiasmo y alegría), me confesó que había prometido no tener niños en,
por lo menos, cinco años. Porque la vida hay que vivirla bien, Gabriel. Hazme
caso porque sé muy bien lo que digo. Un año después, exactamente un año
después, me dejó un bebé en los brazos para que le acercara a la pila bautismal.
Hoy lleva un bonito carné de familia numerosa especial en la cartera. Cinco
maravillosos niños que comen como limas, a los que hay que vestir, educar,
reñir, bañar, adorar y endosar si se sale a cenar con los amigos.
Comimos juntos hace unos años.
Una cosa modesta en un restaurante del centro de Madrid. Fin de semana frío y
húmedo. Si vuelven a ganar las elecciones estos sinvergüenzas me voy de España.
Eso dijo. Esta tarde he quedado con él para ir a dar una vuelta por el parque
de El Retiro. No es que haya regresado de un lejano país al que escapó después
de conocer los últimos resultados electorales. Nunca llegó a irse. Y, ya les
digo yo, que este no va a ninguna parte que esté más allá de un par de
kilómetros a la redonda.
Muchos de ustedes estarán
pensando que mi amigo es político, que uno de esos sujetos que aparecen en las
pantallas de televisión prometiendo cosas que, luego, no cumplen ni a la de
tres. Y sé que están pensando que no se puede ir así por la vida porque se hace
el ridículo.
B. no es político. Es un tipo
normal que tiene la misma relación que usted y yo con el televisor de casa; es
decir, se sienta frente a él, se queda frito a los cinco minutos y nada más.
B. es un tipo con sus cositas,
pero bastante corriente. No va haciendo el ridículo por la vida. Lo único que
le pasa a mi buen amigo es que la vida le ha llevado por unas sendas muy
difíciles de transitar. Y que correrse tantas juergas termina por crear cierta
confusión. Un día, sin darte cuenta, te estás casando, divorciando o gritas
declarando la independencia de un islote de estrecho de Magallanes.
Además, es mi amigo. Y, total,
cada vez que dice una cosa y hace otra, no me afecta en absoluto. Tan solo
quiso nombrarme ministro de no sé qué cosa de uno de los islotes que
independizó a voz en grito. Pero rehusé y se acabó el problema.
Es la diferencia entre B. y un
político que pide el voto a un ciudadano prometiendo que no pactará con
corruptos, un político que dice haber pintado una línea roja para pisotearla
después de las elecciones, o uno que señala a un imputado como si fuera el
mismísimo diablo mientras niega que otro, en las mismas condiciones, sea igual
de sinvergüenza.
B. no se ha comprometido con
nadie. Me decía esas cosas a mí cuando caminaba junto a él o fumaba un cigarro
tranquilamente. No me pedía nada a cambio, no me involucraba en sus asuntos. No
me hacía perder ni un ápice de mi futuro, de mi libertad o de mis derechos
fundamentales.
B. ha prometido no afiliarse a un
partido político. Ha prometido no dedicar ni un minuto de su vida a la
política. Lo que me hace suponer que, pronto, lo hará y se presentará en alguna
lista electoral a la alcaldía de un pueblo pequeñito.
Por supuesto, no le votaría.
Conozco a B. No le votaría, sobre todo, porque ese gesto tendría consecuencias
muy importantes para un grupo de personas. Y, desde luego, porque tendría que
perder mi amistad y la confianza que tengo depositada en él, en cuanto hiciera
algo injusto, ilegal o alejado de lo prometido. Y B. tiene todas las papeletas
del mundo para meter la pata. El ser humano tiene muchas papeletas para pegarse
al poder y volverse majara perdido, para oler el dinero y comenzar a decir y
hacer idioteces; para casi todo lo malo.
G. Ramírez
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