Hablar de política
En un bar se habla de política
aquí y allá. En las sobremesas de los hogares españoles se habla de política.
Los jóvenes y adolescentes hablan de política en los parques o durante el
recreo. En cualquier lugar de España se habla de política. Salvo en el Congreso
de los Diputados y en el Senado. Allí se habla mal del adversario político,
pero de política lo justito. Y esto que se dice tan fácilmente resulta que
tiene mucho peligro. Porque en el bar discuten y se ponen de uñas defendiendo a
su líder favorito; porque en las casas se discute con ardor y se termina
teniendo un disgusto familiar ya que siempre algún cuñado imbécil intenta dar
lecciones de moral, ética, humanidad y solidaridad (siendo solo eso, un cuñado
imbécil o un padre o un hermano o una nuera); porque los jóvenes defienden
ideas que no entienden, que no saben de dónde llegan, que son imposibles de
asimilar por cualquiera que se siente a reflexionar sobre ellas, pero que son
defendidas con el ímpetu de la juventud que se convierte, a la primera de
cambio, en un gesto indebido o un tono más que chulesco. Se ha perdido la
capacidad de diálogo, el respeto por las ideas ajenas es mínimo y el grito
aprendido en programas zafios de la televisión se ha impuesto como forma de
discusión. Patético. Y, es más peligroso todavía, porque en el Congreso y en el Senado no se resuelve nada
y la imagen de la política es catastrófica.
La política española se ha
convertido en un campo de batalla. Es tal el histerismo político que
arrastramos que lo mejor es salir pitando de ese lugar en el que se va a tratar
de dirimir si Santiago Abascal es un zángano, si Gabriel Rufián es más tonto
que pichote o si Puigdemont tiene alguna idea que no sea vivir del cuento hasta
el infinito y más allá. ¿Qué creemos defender? Nos vendría muy bien a todos los
españoles volver al parchís, al mus o a la lectura de los clásicos griegos.
Bastante mejor que ahora, desde luego.
Y, mientras, los únicos que no
hablan de política; es decir, los políticos; haciendo el agosto delante de
nuestras narices. Una vez más.
G. Ramírez
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