El último tren y el primer amor

© Billy Dinh
Tiempo estimado de lectura: 1’ 30’’ (Puedes escuchar un buen tema mientras lees si pulsas play en el vídeo que encontrarás más abajo)

Son las ocho de la mañana. Todos los días son las ocho de la mañana sea la hora que sea. Los pies sobre el andén dibujando caminos imposibles si fuera otra hora cualquiera. Son las ocho de la mañana porque son los mismos pies, las mismas rutas, las mismas vidas, la misma niebla que provoco y no deja ver.
Subo al tren. Me apoyo en la puerta de enfrente, esa que no debería abrirse aunque me hace pensar en una muerte segura, en un amasijo deforme a las ocho y un minuto de la mañana. Catorce minutos más. Puntuales. Mi estación está vacía como de costumbre. Nadie baja y nadie espera para entrar en el vagón. Sólo yo. Salgo y camino despacio hacia la parte trasera del tren. Última puerta del último vagón. Allí está ella.
Ni siquiera hubiera podido imaginar algo parecido. Oculto el inmenso deseo de entrar para hablar con ella, para oler su pelo, para mirar su mirar. Amagó con dar un paso y creo intuir que ella hace lo mismo.
Salimos juntos, caminamos agarrados de la mano; besos robados, apasionados; nos casamos sin pensarlo dos veces; hijos, hijas, sus bodas; le agarro la mano justo antes de cerrar los ojos para siempre. Te amo, le digo.
La puerta se cierra. Arranca el tren. Y ahora, después de cuarenta años, sigo sintiendo lo mismo, mirando el mismo mirar que se escapó por un par de décimas de segundo que es lo que dura la cobardía que provoca un enamoramiento eterno.

G. Ramírez



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