¿Otra vez el aborto?
Alguna vez he dicho que debemos ser especialmente cuidadosos con el lenguaje. Expresar una idea sobre el aborto debe producirse desde la delicadeza más absoluta, desde la tolerancia y desde el querer mejorar nuestra condición humana. Pienso en esos a los que se les llena la boca al decir que están en contra del aborto, despreciando a los que, según ellos, están a favor. Hay que ser muy cretino para pensar que alguien está a favor de algo así. Todos, todos sin excepción, estamos en contra del aborto. ¿Hay alguien en este mundo que esté a favor de crear un trauma, una tragedia o un problema que, sin duda, deja alguna secuela? Del mismo modo, por la misma razón, los que gritan que están a favor, lo que hacen es dar un espectáculo patético. No saben ni lo que dicen. Habrá que suponer que reclaman una regulación, la libertad para decidir por parte de las mujeres o cualquier otra cosa que tenga sentido. Pero ya les digo que no están a favor de nada.
Pues bien ya tenemos un punto de encuentro en el que nos encontramos todos.
Lo que escuchamos sobre el aborto en algunos ámbitos resulta doloroso, irritante. Acusaciones de ida y vuelta, casquería y truculencia al referirse al feto, insultos. Esto, cuando se produce en un plató de televisión, es una irresponsabilidad desproporcionada. Son millones de personas los que asisten al espectáculo y eso supone que las ideas, de unos y otros, pueden radicalizarse de forma violenta. ¿Cómo alguien puede acusar a las mujeres que abortan de frívolas? ¿Cómo puede alguien pensar que las mujeres abortan por capricho, sin razón alguna? Tal vez lo más extravagante que me he encontrado en la vida fueron las declaraciones de doña Alicia Latorre (Presidenta Nacional de Asociaciones Provida de España) que dijo que la masturbación es una forma de aborto, también. Muy aristotélica ella, hablaba de la vida en potencia que traslada un espermatozoide en busca del óvulo. Chocante. Es como decir que talar un árbol es abortar porque el árbol generará oxígeno para que podamos vivir y sin ese árbol no daremos la opción a todas las personas que podrían poblar el planeta.
Me temo que no hay posturas intermedias.
Una de las aristas que nos sitúa en un lugar u otro –al menos eso creen muchos- es determinar en qué momento hay vida o no la hay. Los científicos no logran ponerse de acuerdo. Esto ya dice mucho. Existen cientos de documentos en los que afirman no poder saber algo así, el momento en el que el feto es humano en plenitud. Por supuesto, los científicos católicos más radicales dicen que sí, que ellos lo saben, que en el momento en que se fecunda el óvulo ya hay vida humana. Porque tiene alma, porque lo dice el magisterio en varias encíclicas. Pero esto es suponer, creer, querer creer, desear que así sea. Todo afirmado desde la religión, desde la fe. De ciencia, nada. Nada criticable, por cierto. Además, no todos los científicos católicos dicen lo mismo. Estos sí presentan dudas. Es decir, que entre los que no saben, los que no están seguros y los que afirman sin una sola prueba objetiva, se forma un grupo muy homogéneo. Nadie es capaz de dar respuesta a la pregunta.
Otra curiosa coincidencia. Van dos.
Gran parte de la batalla dialéctica se libra en este territorio. Cuándo hay vida humana. Desde el principio. Más tarde. Menos. La Iglesia está encantada, claro. Si alguien pudiera demostrar que la unión de cuatro o cinco células representa vida humana, el discurso de casi todos tendría que modificarse. Si fuera al revés sucedería lo mismo. Pero, como de momento, eso no parece que vaya a pasar, discutir sobre estos supuestos desgasta mucho y nadie puede demostrar que no tengan razón. Pero, claro, la pregunta es si los niños que mueren de hambre a diario en el mundo entero son personas humanas. La respuesta es sí. Pero aquí la batalla se presenta de otro modo. La doble moral con la que funcionamos es insólita y vergonzante. Peleamos la vida sin saber que lo es y dejamos que mueran los niños mientras nos excusamos con el dichoso no puedo hacer más.
Otra arista que coloca a cada uno en un lugar u otro –ya veremos si es así o no- es el derecho a decidir de las mujeres, la libertad personal de cada mujer. Ese derecho podría chocar frontalmente con el del feto. Pero, desde luego, la mujer es persona y, por lo que parece, ni siquiera sabemos si el feto lo es (otra cosa es que lo creamos). Esto elimina cualquier duda sobre una posible fricción de esos derechos. Por todo esto, la ley de plazos del año 1985 parecía que atinaba y aliviaba mucho el problema. ¿Y las libertades? Nunca fuimos justos (los hombres) con las mujeres respecto a sus libertades. Sin embargo, unos dicen que regulando el aborto quieren dar la opción a la mujer a elegir y otros que prohibiéndolo quieren ayudar a todas las mujeres de este mundo. Al final, todos quieren ayudar a la mujer. Lugar común. Otra vez muy juntitos.
¿Puede, debe, el Estado formar las conciencias de los sujetos? ¿Puede, debe, el Estado decidir si un feto con malformaciones incompatibles con la vida o que convierta esa vida del niño y su familia en un infierno, debe nacer? Aquí soy tajante. No, no y mil veces no. Nunca. Entre otras cosas porque la mujer no es un recipiente de fetos que suministre mano de obra al país y sí una persona libre con todo el derecho a decidir. Y entre otras cosas porque el Estado no puede formar conciencias ya que esto supondría llegar al pensamiento único, al desastre cultural e ideológico. Las conciencias son de cada cual.
Ahora, si usted ha llegado hasta aquí, busque algún vídeo en el que se pueda escuchar a Isabel Díaz Ayuso diciendo que ‘se vayan a abortar a otra parte’ y saque conclusiones sobre la política que hace esa mujer.
G. Ramírez
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