La Navidad y una silla vacía por siempre jamás
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| © René Groebli |
Llega la Navidad y no dejo de recordar a mi padre. Siempre pasa desde hace veintidós años y medio. Y es que mi duelo sólo acabará el día que acabe yo, es algo que no puedo ni quiero remediar.
Prometí no discutir con él el mismo día que supe que se estaba muriendo, que le quedaban doce meses de vida (nueve de buena vida y tres de existencia que le convirtió en un fantasma, en la sombra de lo que había sido); pero, tras la ausencia, no he dejado de hacerlo (discutir) desde que murió y día tras día. Porque no recuerdo uno solo día que no le haya tenido presente por una cosa u otra. Siempre, tras hablar de lo que tocase, para reñirle por haberse ido antes de tiempo dejándome huérfano. Me siento huérfano del todo desde el día que mi padre murió y no se difumina el sentimiento con el paso del tiempo. Al contrario.
Era un tipo simpático, cariñoso (a su manera, pero muy cariñoso); le gustaba ejercer su papel de padre y llevaba a rajatabla todo lo que tenía que ver con el respeto entre hermanos, a la madre, a las mujeres en general y a los mayores. Aún sigo cediendo el asiento en el bus a un mayor, un niño o una embarazada, sin hacer excepción alguna. Aún sigo creyendo que la lealtad es un valor insustituible sobre el que se tiene que levantar una persona. Aún creo, a pesar de todo, que la familia es esencial (sea lo que sea la familia). Me gusta hablar con la gente de la calle, no dejo de saludar a unos y otros, si puedo alegrar el día a alguien lo hago con una frase o una sonrisa. Y tengo muy mal genio cuando quiero sacarlo de paseo. Como él, Eso es todo. Como él.
Mi padre conoció a mi madre en la plaza de Zocodover de Toledo (la ciudad de la que se enamoró al mismo tiempo). Dejó a su novia y se quedó en esa ciudad hasta que fue destinado a Pamplona después de ascender. Terminó regresando a Toledo junto a mi madre. Siendo ya mayores, cuando los años de casados no cabían apenas en la memoria, seguían caminando agarrados de la mano como si fueran dos adolescentes. Supongo que se llevó algún secreto inconfesable a la tumba porque todos lo hacemos (creo), pero pudo su compromiso inquebrantable con la madre de sus cuatro hijos.
Me gustaba mucho ver llegar a mi padre cada tarde. Antes los militares, hasta que ETA les persiguió para asesinarles a sangre fría, vestían el uniforme en la calle, sin problema alguno. Y mi padre, vistiendo el uniforma de faena, era imponente. Me gustaba mucho viajar con él por toda España para que sus alumnos ciegos compitieran en esas primeras pruebas que eran tan exóticas en aquellos tiempos. No me gustó nada cuando me quedé en tierra y él viajó a Canadá a participar en las primeras olimpiadas para minusválidos (así se decía). Me gustaba ver cómo cuidaba de mis hijos (conoció a Gonzalo y a Guillermo y se perdió a Guzmán y a Gimena; una pena porque todos hubieran disfrutado de un abuelo entrañable, cariñoso e implicado hasta lo imposible). Me gustaba la relación que tenía con mi esposa y cómo se querían. Me gustaba mucho mi padre.
Y, ahora, me acuerdo de él como cada día aunque con el sobrepeso que entraña sentarme a una mesa puesta con gusto y mucha ilusión, con una silla siempre vacía desde hace veintidós años y medio.
El duelo por un padre es infinito hasta pare un hijo tan imperfecto como lo fui yo. El duelo, en estos tiempos de lo inmediato, estos tiempos en los que tenemos prisa hasta para amar, es lo único que retrasa cada anochecer, cada minuto que pasa si el recuerdo se instala sin remedio. Se difumina la imagen aunque nunca el amor y el respeto por él.
Feliz Navidad, papá.
G. Ramírez

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