El universo visto desde un prisma minúsculo
Me gusta pasar parte del verano en un pueblo minúsculo del norte de España. Me gusta poder salir al porche para escuchar el canto de los pájaros, para poder oír el mugido de las vacas. Me gusta despertarme con el canto del gallo y acostarme con el silencio que las plantas y los árboles acurrucan entre las ramas.
Caminas por las pocas calles del pueblo y saludas a todo el mundo. Te sonríen, te alegras. Caminas despacio, sin inventar una prisa estéril. Puedes sentarte en cualquier parte para mirar un árbol centenario y pensar lo precioso que es. Miras las casas con detenimiento porque observas lo que te rodea.
El televisor parece cosa de ciencia ficción, un objeto que no debe tocarse. Los caminos se trazan en la tierra como si fueran el rastro de un rayo que cayó hace miles de años. Respiras y sientes que el aire es sanador.
La cantidad de verdes que existen es abrumadora. Y aprendes a distinguirlos, poco a poco. La cantidad de sonidos que provocan los insectos es asombroso. Y aprendes a distinguirlos, poco a poco. La cantidad de olores que sólo aquí se perciben es emocionante. Y aprendes a distinguirlos, poco a poco. La realidad se multiplica por millones.
Sabes que el mundo sigue adelante sin inmutarse, sin tener en cuenta que miras un castaño con devoción; pero tu vida se ha convertido en una postal antigua terca con el paso del tiempo.
El mundo es extravagantemente bello. Un pueblo minúsculo del norte de España es el prisma desde el que se mira para entenderlo. Arropado por el universo entero. Así de fácil.
G. Ramírez

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