Morir a 8000 metros de altura o al dar un primer beso


Dicen los que saben de estas cosas que un ser humano por encima de los ocho mil metros de altura comienza a morir; a esa altura el cuerpo no puede adaptarse y todo comienza a funcionar peor. Todo lo que está por encima de los ocho mil metros se conoce como ‘zona de la muerte’. Recomiendo no tentar la suerte y no escalar montañas enormes.
Lo que nadie sabe es a qué edad empezamos a morir. Sólo tenemos agarraderas inventadas sobre la lógica más elemental. Por ejemplo, yo cumpliré sesenta y dos años y tengo más que claro que el ecuador de mi vida lo he superado hace tiempo; lo que no soy capaz de saber es el momento exacto; pudo ser hace doce años, o trece, o quince. Nadie lo sabe y nadie puede intuirlo. Y eso es, precisamente, lo que atenaza al ser humano, lo que nos alborota cada vez que pensamos en nuestra muerte.
¿Cuándo empezamos a morir? Posiblemente cuando se mueren los que queremos dejándonos siempre antes de tiempo; tal vez ese primer día que tuvimos que dar la sopa a nuestro padre; igual al confundir el amor con la claudicación absoluta ante un cetro deslumbrante. No lo sé, no quiero saberlo, pero me gusta especular porque la falta de control sólo se supera con el que se dibuja con invenciones y conjeturas que parecen aportar tiempos tranquilos.
La ‘zona de muerte’ a nivel del mar es renunciar a ser lo que eres, a pensar que tienes menos futuro cada día que pasa (es justo al contrario para los cristianos, por ejemplo), a dejar de disfrutar de las pequeñas cosas que tanto te han dado; la ‘zona de muerte’ es alejarse de esa tierra que te cubrirá llegado el momento, es no tener la certeza de que lo que no podemos tocar ni ver ni conocer es la parte fundamental de nuestra existencia.
En fin, insisto en que no conviene escalar montañas gigantescas. Ni renunciar a lo que somos o a la realidad en su conjunto.
G. Ramírez

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