El 11 de marzo de 2004 era
jueves. Como cada mañana, arranqué el coche y me dirigí hacia la Estación de
Atocha. Vivo muy cerca y, en ese momento, era el camino diario que hacía para
acudir al trabajo. El semáforo que se encuentra en la calle Infanta Isabel (el que hay a
la altura de una gasolinera que ya no existe, a la altura del actual monumento en recuerdo de las víctimas del atentado que iba a producirse un instante después de detener
mi vehículo por estar encendida la luz roja) se encontraba especialmente despejado
para lo que, normalmente, se juntaba allí a esas horas de la mañana. No era un
mal día para conducir.
Primero fue una especie de golpe
que movió el coche ligeramente, luego el sonido de la explosión (un par de
décimas de segundo de diferencia). A partir de ese momento, durante dos o tres
segundos, un silencio absoluto. Una nube de humo comenzó a ascender desde la
zona de la estación que recibía y despedía, habitualmente, trenes de cercanías
sin descanso. Bajé el cristal de la ventanilla. Y los primeros gritos. No sabía qué estaba pasando en ese momento
aunque el ruido me recordó al de la explosión que se produjo años antes cuando
la banda criminal ETA cometió un atentado allí mismo (si no recuerdo mal eso
ocurrió en el año 1979). Unos segundos después, tuve que arrancar para girar y
tomar la calle Alfonso XII. Al llegar al Paseo del Prado comencé a ver coches
de policía circular hacia Atocha a toda velocidad. Ambulancias también. Aparqué
al llegar a la oficina y entré en el primer bar en el que vi una televisión
encendida. Hablaban de un muerto. Pero cada cinco minutos esa cifra iba en
aumento. Y, después, un silencio inmenso e intenso en toda la ciudad y durante
todo el día. Al día siguiente lo mismo mezclado con una tristeza difícil de
explicar. La rabia tardó un poco más en aparecer.
Después de asistir a un
espectáculo vergonzoso protagonizado por el Gobierno de Aznar (intentando cargar
las culpas sobre ETA, intentando engañar a una sociedad que no entendía nada),
supimos que se trataba de un atentado yihadista. Rabia, dolor y un asco
profundo. Tal vez miedo.
Las diez bolsas de deporte que
explotaron (tres no lo hicieron) mataron a 192 personas de distintas nacionalidades;
hirieron a más de 1800 seres humanos (muchos de ellos arrastran secuelas).
Aprendí que los políticos podían
llegar a ser perversos, despiadados y una banda de caraduras dispuestos a hacer cualquier
cosa para conservar el poder. Nada puede detener sus ansias de poder. Mientras
las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado apuntaban al atentado yihadista, Aznar
y los suyos insistían en que la culpa era de ETA. Solo si convencían a los
españoles podrían ganar las elecciones del fin de semana siguiente al atentado.
Aprendí que el periodismo se puede convertir en la elaboración de panfletos si
los periodistas no ejercen y claudican pensando en la sopa caliente. Aprendí
que un pueblo unido un día puede ser un pueblo dividido al día siguiente, y que
cada parte del grupo original está dispuesto a usar violencia contra sus
hermanos. Aprendí que de estas cosas tan brutales nunca se sale siendo mejor.
Todo lo contrario.
Aquellos terroristas acabaron con
la vida de personas, con la alegría de familias enteras, con un concepto de
seguridad que ya no servía en absoluto. Y destrozaron la verdad. Esto último ha
dado como resultado unas redes sociales en las que vale todo, periódicos
esclavos del dinero y del que paga, un periodismo de lo inmediato que vive del
click. La verdad no está disponible desde aquello.
Aquellas bolsas de deporte llenas
de explosivos nos mataron a todos. Ya nunca fue lo mismo. Ya nunca lo será.
Pero lo que podemos mantener intacto es ese recuerdo, esa tristeza y el respeto
por los muertos. No se me ocurre otro homenaje mejor.
G. Ramírez
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