La Semana Santa me hace pensar en
mi niñez, en aquel tiempo en el que una forma de entender el mundo paleta y pegada
a la superchería iba construyendo lo que era mi universo particular, el que
tuve que destruir, tan rápido como pude, con el paso del tiempo. La Semana Santa era el tiempo en el que los miedos se acrecentaban, en el que los mayores se ocupaban de nuestros modales más que durante el resto del año, en el que sentía que el mundo era un lugar hostil y cosa de mayores.
Los niños de hoy en día no suelen
elegir porque ya lo hacen por ellos los padres que deciden vivir una vida que
no les corresponde, la de sus hijos. Así, los niños han dejado de jugar en la
calle por el miedo de los padres, así los niños han dejado de tener amigos
salvo en el colegio porque es la única forma que tienen los padres de ejercer un
control absoluto sobre la vida de los hijos, así los amigos del barrio no
existen, así un niño no camina por la calle solo ni un metro (el mundo ya no es
lo mismo que era dicen los padres como si antes no hubiera habido asesinos,
pederastas y coches en las calles de las ciudades). Los niños hacen lo que sus
padres dicen y son lo que los padres deciden que sean. Es así de terrible. Se estudia
con ellos para que no sepan lo que significa meter la pata o fracasar; se lee
con ellos para inculcarles hábitos que los niños detestan en muchos casos, pero
que a los padres les encantan. La vida de los niños se reduce a la mínima
expresión y los padres creen que están protegiendo a los hijos cuando, en realidad,
se protegen de sus propios miedos y frustraciones.
Durante la Semana Santa, cuando
era niño, había que ser más silencioso que durante el resto del año. Jesús iba
a morir, lo santo lo invadía todo, el miedo al pecado se acrecentaba. Una
religión que reposaba sobre el terror al infierno se vivía envuelta en
superstición. Era el mundo que viví. Colegios masculinos, religiosos,
convertidos en fábricas de tarados que veían en la mujer el eterno pecado y en
el sexo lo más sucio de una Creación divina y eterna. La Semana Santa era tan cateta como siniestra.
Mi mundo era pequeño,
provinciano, asfixiante. Y el nacionalcatolicismo ordenaba la existencia de
millones de personas arrodilladas ante un dios justiciero y un dictador que
creía ser la mano armada de la deidad. Pero los niños éramos capaces de tener
una vida plena e independiente. Corríamos hasta la orilla del río Tajo,
afanábamos algo de fruta en las huertas de alrededor, capturábamos ranas y
hacíamos carreras con ellas, y vivíamos ajenos al presente más opresivo que
atosigaba a los mayores y a un futuro que nos preocupaba lo justito. Los padres
tenían bastante con sacar adelante a la familia fingiendo que Dios era el
centro de sus vidas, que el régimen era la mejor de las opciones y sin dar
importancia a las enormes carencias afectivas, económicas y sociales que
marcaban la existencia de todos. Pude ser un niño paleto, pero un niño; pude ser
un niño que callaba asustado frente a un dios crucificado, pero un niño; pude
crecer en libertad sin que mis padres eligieran por mí la carrera que tendría
que estudiar y marcaría mi vida, sin que eligieran a mis amistades o mis gustos.
Pude señalar mi propio camino.
Creo que deberíamos revisar el
papel de los padres en las sociedades actuales. Igual que el de la Iglesia se
ha discutido y se ha reducido en su capacidad de presión sobre las personas.
¿Se es mejor padre protegiendo a los hijos del mundo, de ese lugar en el que
viven y vivirán siempre? ¿Es normal y saludable que la vida de los niños y
jóvenes se reduzca a lo que un padre crea que debe ser? ¿No es un crimen planificar
la vida de los otros destrozando su libertad?
El mundo de mi niñez era un
espanto aunque no fui consciente de ello hasta años después (los padres no contaban
estas cosas a los niños). Lo destruí a pasos agigantados en cuanto tuve la posibilidad
de echar un vistazo adulto a lo que me rodeaba. Y mis padres seguían viviendo
su vida mientras respetaban la de sus hijos, sin suplantar a esos seres a los que
más han querido. Ay, si los padres supiéramos controlarnos y no estorbar
más de la cuenta; qué felices seríamos y qué felices haríamos a nuestros hijos.
G. Ramírez
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