¿Qué es la amistad?

 


Macarena comenzó vender entradas en la reventa de los cines y de la plaza de toros, hace más de cuarenta años. Ya trapicheaba con todo lo que tenía a su alcance; afanaba lo que podía y vendía lo suyo y lo ajeno. Más tarde, llegó a vender los periódicos que llegaban de madrugada al quiosco (antes los repartidores dejaban los diarios en una caja metálica que todos los quioscos tenían en la parte trasera; y lo hacían porque a las tres o cuatro de la mañana el quiosquero estaba en la cama tan ricamente). Así la conocí, aún yo era muy joven y comenzaba mi vida profesional, y me vendía un par de periódicos cada día, se acercaba hasta el bar en el que desayunaba y me traía la prensa sonriendo, esperando que la invitase a tomar un café al que, por supuesto, convidaba. El precio de los diarios variaba dependiendo de las necesidades de Macarena. Alguna vez me regaló la mercancía. Y nunca me contó nada desde el odio o desde el rencor, nunca me preguntó si me parecía bien o mal lo que escuchaba. Esa era su vida, la que tocaba vivir, y se resignaba. Creía que el único culpable de lo que pasaba era ese dios que tanto nos quería, según las monjas que alguna vez acogieron a Macarena, y que tan poco hacía por nosotros. Está ciego, o dormido, o tonto perdido, el dichoso dios, solía decir (si algún cura desayunaba cerca de nosotros lo hacía usando un tono de voz superior a lo habitual).

Su marido bebía mucho más de la cuenta y tenía la mano muy larga. Era un prenda de categoría. Llegó a obligar a Macarena a tener relaciones con jugadores que le habían desplumado. Era famoso por jugarse de vez en cuando la virginidad de Macarena, una virginidad que, por otra parte, ella ya había rentabilizado muchos años antes en ese convento de acogida que tan lejos quedaba ya. Me contaba estas cosas sin remordimientos, sin culpar, sin tristeza en la mirada.

A Macarena le pude contar todo tipo de cosas sabiendo que nunca iba a soltar ni una palabra sin mi permiso. Nuestra relación consistía en comprar o vender periódicos, invitar a cafés o tomarlos gratis, y desahogarnos el uno con el otro durante media hora antes de que saliera el sol. No nos debíamos nada, nos respetábamos. Ni yo quería que cambiase un solo milímetro ni ella quiso saber jamás a qué me dedicaba, si ganaba más o menos dinero, si estaba enamorado o si pensaba en tirarme por el viaducto. Nos gustábamos y eso era suficiente.

Un día dejó de traer la prensa a aquel bar; un día dejó de hablarme, dejó de contarme cómo una vida puede ser un infierno o una delicia dependiendo de cómo la cuentes, de cómo te la cuentes cada mañana. Supe que Macarena había aparecido en un baño mugriento de un garito del centro de Madrid, con una jeringuilla colgando del brazo. Y sentí que había perdido una buena amiga.

Una mañana, poco antes de aparecer muerta, le pregunté cómo podía aguantar una vida tan dura y ella me contestó que, seguramente, como yo soportaba la mía, fingiendo que era feliz. 

No volví a tomar café en aquel bar ni en ningún otro.

Hoy, escuchando esta canción de Leo Sidran me he acordado de ella.

G. Ramírez

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