Hacemos de los hijos fábricas de perfección fracasadas

Soy padre de cuatro hijos. Cada uno de ellos es diferente a los otros tres. Afortunadamente, son como son, con sus defectos, con las características que les convierten en chicos brillantes en campos distintos. Y no he pretendido educar a unos del mismo modo que a los otros porque creo que un padre no debe intentar condicionar la vida de sus hijos hasta tal punto, ni creo que sea bueno que intente eliminar sus defectos, ni decidir qué tipo de vida tendrán. Los padres están obligados a vivir su propia realidad y acompañar a sus hijos (en la suya) sin estorbar más de la cuenta. Mis hijos nacieron diferentes y, afortunadamente, seguirán siéndolo siempre.

¿Por qué queremos que nuestros hijos sean perfectos si nosotros tendemos a no serlo? ¿Por qué tienen que leer mucho si nosotros no lo hacemos? ¿Por qué tienen que escribir de maravilla si nosotros somos unos zopencos que no escribimos ni a la de tres? Pedimos a los hijos sobreesfuerzos absurdos que, sobre todo, les causan ansiedad y ni pizca de felicidad. En esta época del año, los padres que tienen hijos estudiando segundo de bachillerato andan nerviosos pensando en esas décimas que permitirían estudiar a sus hijos una ingeniería o medicina o un doble grado de postín, pero no se han planteado la satisfacción real del joven porque lo importante es que estudien algo con salidas profesionales (como si no hubiera médicos en paro o trabajando por un sueldo enano o como si un arquitecto tuviera la vida resuelta definitivamente; como si no hubiera personas que han estudiado cosas extrañas y sin salida segura que les va de maravilla porque encontraron trabajo debido a que lo hacían muy bien, de forma excelente).

El caso es que son lo que son y terminarán siendo lo que ellos decidan. Nos guste o no. Es posible que durante un tiempo vayan tragando con lo que les dicen, pero llegado un momento se acaba lo de claudicar. Como siempre ha sucedido.

No podemos pretender que sean lo que decidimos que sean. No.

Pensamos por ellos (lo intentamos); lo hacemos sin preguntar, imponiendo la ley del dinero que llevamos a casa, de nuestra experiencia, de nuestra forma de ver las cosas. Intentamos que renuncien a su propio yo con la excusa de ser sus padres. Sin darnos cuenta de algo terrible y brutal: estar convertidos en fábricas de perfección fracasadas.

Desde luego, no he venido a este mundo a construir perfecciones. A ver si nos enteramos de que lo del cine y la televisión es otra cosa. Eso es, precisamente, lo que nunca llegaremos a ser. Y eso, no alcanzar sueños imposibles, es la mayor de las desdichas. Aunque seas ingeniero, astronauta o cirujano plástico.

G. Ramírez

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