Suicidios o el tabú infinito
Desgraciadamente, tengo cierta experiencia respecto al suicidio de un ser querido y eso es lo mismo que decir que he aprendido lo que no se puede hacer y lo que no sirve de nada (casi todo lo que se hace desde la emoción, desde el sentimiento, desde el amor o desde la ignorancia, se convierte en un desastre; es decir, casi nada de lo hecho funcionó, al contrario). Desgraciadamente, he vivido el proceso que lleva a una persona de la vida a la muerte elegida; desgraciadamente sigo sin conocer una solución a un problema que, cada día, está más presente en los hogares de toda España.
Como todo el mundo sabe, el
suicidio es un tabú. La muerte es un tabú y este tipo de muerte lo es más
todavía. Parece que la familia de un suicida debe avergonzarse por ello y eso
se arrastra gracias al maldito pecado cristiano. Sí, la Iglesia ha señalado a
los suicidas y les ha negado el pan y la sal y de esos polvos estos lodos. Sin
embargo, yo que soy cristiano creo que nuestro Dios perdona y acepta todo lo
que una persona hace estando enfermo, pero esto es harina de otro costal. El
caso es que en los periódicos, por ejemplo, se ha silenciado el suicidio y no
se mencionaba hasta hace poco para evitar efectos de contagio entre los
lectores; entre amigos cuesta mucho trabajo hablar de un familiar o de alguien
cercano que se haya colgado de unos barrotes porque no aguantaba más su
sufrimiento; es terrible para muchos escuchar o leer un testimonio como este
(pensamos que el familiar de un suicida está condenado a no superar jamás la
pérdida como si el resto de muertes no causara el mismo efecto). Se ha tratado
de ocultar el suicidio y, ahora, es una de las causas de muerte (no natural)
más importante. Solo el cáncer supera al suicidio. Ya se suicidan más personas
que las que mueren en la carretera.
No hay forma de entender a un
suicida. Tendemos a decir bobadas, tratamos de solventar el problema intentando
hacerlo desaparecer. ‘Lo que tienes que hacer es salir y divertirte’, ‘esto que
te pasa se cura con unas buenas vacaciones’, ‘no te preocupes que ya estamos los
demás pendientes de ti’. No entendemos que un suicida es alguien que piensa en
la muerte como única alternativa a su dolor, a un dolor intenso que no le
permite ser feliz, ni siquiera infeliz; no entendemos que la realidad de un
suicida no se parece en nada a la de los que no piensan en quitarse la vida
porque la realidad de ellos se dibuja en blanco y negro, entre sombras. Un
suicida cree que nada de este mundo merece la pena y quiere dejar de pertenecer
a una realidad que ni entiende ni vive con normalidad. Solo los especialistas
pueden ayudar a los suicidas y los que les rodean. Y con muchas dificultades.
Ya les digo yo que a base de pastillas no se soluciona el asunto. Ya les digo
yo que no todas las terapias son efectivas. El problema es tan complejo que
nadie sabe cómo afrontar cada caso que se presenta. Y, desde luego, solo a base
de besos no vamos a acabar con esta lacra.
Comenzamos a tomar conciencia del
problema al saber que las cifras de suicidios se ha disparado, que los jóvenes
son presa de la depresión y de los problemas mentales en su más amplio
espectro, que somos incapaces de solucionar el asunto. Comenzamos a reclamar
ayudas que antes ni se planteaban. Y, creo yo, deberíamos completar todo esto
con la trasparencia, con hablar de ello, con dejar testimonio claro de la
experiencia de cada uno. Digo esto último porque, últimamente, escucho
historias que me son familiares porque las he vivido en primera persona y creo
que mi experiencia puede alumbrar mínimamente a esos que se desesperan con los
casos que les toca vivir de cerca. Al menos sabrán que lo que están haciendo
sirve de poco y que la solución está lejos de casa, que la solución es una
maratón descomunal.
Toca ponerse las pilas y tratar
de aportar nuestro granito de arena. Ya vamos tarde.
G. Ramírez
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