¿Cuánto pesa el amor?

 

Naomi Watts en '21 Gramos'.

Las tardes del domingo las suelo dedicar a ver películas ya vistas hace algún tiempo. Suelo refugiarme en lo que ya sé que es bueno o me gusta (a mí también me agradan las películas de andar por casa que me entretienen en momentos determinados) del mismo modo que acudo a los clásicos literarios si me veo huérfano de buena literatura (los libros no me entretienen; esos me hacen pensar y sólo busco los clásicos).

He vuelto a ver ‘21 Gramos’ (‘21 Grams’, 2003), dirigida por Alejandro González Iñárritu, una de las películas mejor montadas de este siglo. Me gusta esta cinta y me gusta porque el guion es simple aunque interesante, Naomi Watts defiende su personaje con uñas, dientes y mucha clase; y aparece una idea que en su momento me interesó especialmente aunque de forma muy efímera.

Casi al final de la película, una voz en off dice: ‘Dicen que el cuerpo humano pierde veintiún gramos cuando morimos. El peso de un puñado de monedas, de un colibrí, de una chocolatina... o quizá el del alma humana’. Agarra el guionista de ’21 Gramos’ una idea vieja que conmocionó a muchos y que sigue viva para algunos. 

Duncan MacDougall (Glasgow, 1866) vivió desde que tenía 20 años en Estados Unidos. Se graduó en la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston. Creía en la existencia del alma humana y que podía tener un peso concreto.

En aquella época ya existía la báscula de plataforma estándar Fairbanks, un aparato inventado en 1830, que permitía hacer pesajes muy exactos. Y con la ayuda de esa báscula y algunos médicos ayudantes, MacDougall hizo un experimento que consistía en pesar a individuos justo en el momento de su muerte. Comprobó que se pierden veintiún gramos en ese instante, como si algo saliera del cuerpo de forma instantánea. Lógicamente, el equipo médico tenía en cuenta los cálculos incluso de las pérdidas de fluidos corporales, como el sudor y la orina, y de gases, como el oxígeno y el nitrógeno. El problema es que determinar el momento exacto de la muerte no fue tan fácil y no pudo certificar que lo hicieran con rigor; el problema es que sólo contaron con seis sujetos para hacer el experimento y no parece una muestra suficiente.

Sea como sea, la idea del alma ya es sugerente en sí misma (no sé si cierta); sea como sea, la idea de esa pérdida de veintiún gramos justo en el momento de morir es extraordinaria (no sé si cierta); y lo que es seguro es que si alguien realizase ese experimento y lograse datos concretos que nos hicieran pensar en la existencia del alma la vida del ser humano seguiría siendo la que es. No hay que olvidar que en tiempos pasados los occidentales creyeron en el alma a pies juntillas (por miedo seguramente o por cosas arrimadas a la magia o a creencias supersticiosas) y eran igual de brutos que nosotros lo somos ahora.

Siempre he querido pensar que la inteligencia de las personas; su amor por los hijos, por las esposas o por los padres; el sufrimiento o las ideas, son eternas, son algo que nunca desaparecerá aunque sólo sea para vagar por el universo. No puede ser que lo que somos se diluya por siempre jamás y que no sirva de nada lo vivido. Menuda estafa. Pero es una creencia a la que me agarro de forma casi estúpida.

Dos recomendaciones. Ver la película de González Iñárritu. Echarle romanticismo a la cosa y creer que nuestro amor pesa un poquito, solo un poquito, pero pesa.

G. Ramírez

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