¿Tanto sufren los padres en verano?

 


No falta mucho para que lleguen esas vacaciones que disfrutan los niños durante los meses de verano. Llegan esos días en los que las madres y padres de toda España no saben qué demonios van a hacer con los niños. Los pelos de punta, la incertidumbre; la obligación de bajar al parque todos los días y la de guisar porque el comedor del colegio se despide hasta septiembre. Catarsis junto a los columpios. Padres y madres compartiendo penas, enterándose de las desgracias ajenas que hacen suyas, padres y madres sacando información a los demás para volver a casa pensando que su hijo es el mejor o para volverse medio loco al saber que el niño de fulanita ha echado los dientes con cinco días de adelanto respecto al suyo. Y es que los padres quieren un genio en casa, un niño que corra más que nadie, que sea muy gracioso y que llame la atención aunque lo haga a base de dar el coñazo.

En cualquier caso, algo une a los padres y madres: llega el verano y eso representa un peligro económico (hay que contratar a alguien para que cuide de los niños) o un peligro para la mente (te vuelven loco) o un peligro físico (terminas reventado con tanta piscina, tanto paseíto y tanto hacer el memo queriendo ser un padre guay que juega con los niños de medio barrio). Se lo digo yo que soy padre de cuatro y ya pasé por todo esto. Se podría decir que soy uno de los expertos más cotizados de España entera.

Pero aclaremos el asunto, todo esto que digo forma parte de la versión oficial. Si le preguntamos a los papás dirán que están desesperados. Aunque, en realidad, no es para tanto. Los que están a punto de desesperarse son muchos menos que los que sufren realmente.

Para entender bien la cuestión es necesario dividir en un par de grupos a los afectados.

El primer segmento está formado por padres con hijos de edades comprendidas entre los doce y cincuenta años. Sí, cincuenta. Algunos no se van de casa ni a la de tres. Eso sí, comen y dan la paliza como los de doce. Estos, en realidad, se pueden quedar solos, comer solos, lavar los cacharros solos, hacer la cama. Ya sé que es teoría pura porque ni lavan, ni nada de nada. Salvo comer y echar mierda por toda la casa, no mueven un dedo. Pero se quedan solos. Ahora bien, los padres, dale que te pego, insisten en que tienen un problema espantoso. Y lo tienen, pero muy distinto al que venden en esas terapias callejeras. Su problema es, sencillamente, que tienen hijos. El verano es lo de menos. Ya saben que lo que buscamos los adultos es cariño y cualquier cosa es buena para conseguirlo. Dar mucha penita es un método infalible. Los demás saben que la cosa es distinta, pero tragan porque cuando llega su turno se apiadan de ti en la medida en la que tú te apiadas de ellos. Oferta y demanda pura.

El segundo sector es el problemático. Hay padres que tienen un problema serio y real. Los niños de doce para abajo son otro cantar. Pero, también, en un porcentaje bastante alto, los padres hacen trampas. Porque el plan ‘venga, niños, con los abuelitos’ es extraordinario. Tan barato como cómodo. Y con un aliciente añadido que no tiene precio: podemos regañar y criticar a esos abuelos sin contemplaciones. Si dan chuches, si no las dan; si consienten, si riñen; hagan lo que hagan podemos liarla a diario. Y, si son los suegros, con saña. Por supuesto, en las catarsis es obligado contar con pelos y señales las faenas que hacen los abuelos al cuidar de nuestras criaturas. Por ejemplo, si han dejado dormir al niño un minuto y medio más de lo que se había anotado en las instrucciones. Por ejemplo, si el niño se ha manchado de tomate una camiseta monísima mientras comía. Y, por supuesto, si el niño llora porque no quiere irse con papá y mamá, se declara la guerra atómica de manera inmediata.

Es curioso que esos abuelos bajen al parque con sus nietecitos y no se acerquen a los padres y madres que andan por allí manteniendo una reunión de personas desoladas por las circunstancias. Debe ser que les aburre escuchar tanta monserga, que tienen bastante con aguantar a su hijo o a su hija cada mañana y cada tarde.

Resumiendo: el gran problema de los involucrados en el segundo grupo lo resuelven abuelos, cuñados en paro o hermanos que se ofrecen para cuidar del niño y se lo llevan con ellos de vacaciones (ocurre una sola vez en la vida. Nadie repite semejante cosa). En un gran porcentaje.

Pero lo más divertido de todo esto es comprobar cómo los padres envían a los hijos a los campamentos de verano con alegría, pensando que el mundo será suyo durante quince días, y cómo se les queda (se nos queda) cara de tontaina a los diez minutos de estar en casa sin escuchar carreras, trifulcas, música insoportable... Nos pasa hasta con los de cincuenta añitos. Estamos tan acostumbrados a ver a ese censo sin hacer nada en el sofá de casa que no terminamos de digerir bien su falta.

Los padres se encuentran en la calle y vuelven a quejarse. Estamos solos, estamos solos. Y los abuelos que se han librado de los nietos durante unos días dicen lo mismo. Estamos solos. Pero ellos con entusiasmo y alegría. Porque deberíamos saber que los abuelos reciben por la mañana a los nietos con la misma alegría con la que los devuelven por la tarde.

Quince días. Regresan con más mierda que un jamón, con la ropa echa un asco, con piojos. Se les recibe con alegría. Efímera. A los cinco minutos ya les estamos diciendo que como no se estén quietos van a cobrar.

Y, por fin, las vacaciones familiares. Qué mes tan apoteósico. Imagínense al de cincuenta años poniéndose ciego de cervezas debajo de la sombrilla, comiendo como una fiera, durmiendo entre caña y caña. Qué bonito. Imagínense, los adolescentes dando el coñazo a todas horas. Piensen en esos baños de siete horas y media con los pequeños porque si les sacas del agua te organizan la mundial.

Y, ahora, confiesen. Su mes preferido es septiembre. Es sinónimo de normalidad.

G. Ramírez

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