¿Nos hace felices el dinero?
Que hemos confundido lo que
significa ser feliz con lo que es disfrutar de objetos o cualquier otra cosa
que pueda conseguirse con dinero; es una realidad. Y esto es algo que
transmitimos a los niños sin ningún reparo. Nos parece que, los que no tienen cosas
materiales, son unos pobrecitos; nos parece que nuestros hijos deben aprender,
tienen que aprender, la necesidad y la importancia desmesurada del dinero.
Ya, casi nadie, elige unos
estudios buscando encontrarse realizado. A veces, ni siquiera lo pueden elegir.
Ya se encargan los padres porque para eso son los que abonan las facturas que
llegan de la facultad o de la academia o del colegio. Esto, siendo así, hace
pensar que hay padres que compran un trabajo a los hijos, les guste mucho o
poco. Al menos, creen estar haciéndolo.
Faltar a un cumpleaños es un
drama en el caso de los niños. Si es porque hay otro compromiso o nadie puede
llevar hasta el lugar de celebración a la criatura, es horrible. Eso de no
poder jugar un rato es lo peor valorado (los niños ya no juegan en la calle
estando solos. Si lo hacen es acompañados por los padres propios o los de los
amigos. Si lo hacen es siempre con los mismos críos. Un coñazo). Pero si no es
invitado, la tragedia es mayúscula. Qué desprecio, por favor. Sin embargo,
pensando un poco, un poquito, sobre el asunto, no es difícil concluir que un
niño no puede ser amigo de todos los niños de su clase, que no tiene la misma
relación con este o con aquel. Es más que seguro que algún muchacho asiste a
las fiestas del que le calienta con más frecuencia en el patio. Eso sí, el niño
va al cumpleaños por narices; no vaya a ser que se traumatice.
Parece que hemos olvidado que lo
importante no tiene porqué ser grande. Una cena maravillosa pudiera ser la que
disfrutásemos al lado de nuestra pareja; viendo una buena película. Y el menú
podría consistir en lo que sobró de la comida, una buena cerveza y, de postre,
un helado. Pues no. Hay que dejarse una pasta para no parecer cutres o unos
desgraciaditos. Lo grande suele ser enemigo de lo cotidiano, de nuestro día a
día, de lo que somos. Lo grande suele impedir que veamos cosas enanas, nunca
insignificantes. ¿Y si resulta que son esas cosas mastodónticas las
irrelevantes?
Estamos confundiendo. Tanto que
hemos llegado a pensar que el que tiene dinero es feliz. No nos paramos a
pensar en sus problemas, en sus prejuicios, miserias o carencias. Y las tienen;
ya lo creo que las tienen. En este aspecto todos somos muy parecidos. Pero se
lleva mejor, estarán pensando algunos. O peor, digo yo. Si el motivo de los
problemas es el dinero, precisamente el dinero (y esto es algo muy común), todo
se agudiza. Por supuesto, ante la muerte o la enfermedad, el dinero pinta poco.
Ser feliz no es tener. Nos
quieren endosar esa idea desde hace mucho tiempo cuando, en realidad, es una
falacia.
Ser feliz es otra cosa. Nada que
tenga que ver con lo material. Ser feliz es poder creer en uno mismo, saber que
eres capaz de perdonar, soñar que un día se parecerá al que una vez soñaste;
ser feliz es tener esperanza en que tus hijos lograrán serlo. Levantarse una
mañana y que el aroma del café te haga sonreír al intuir que alguien lo ha
dejado sobre la mesa y espera compañía. La anciana a la que cedes el paso y te
sonríe es la felicidad misma. Un bebé llorando, el ruido de la madera al pisar,
un puñado de arena que dejamos caer poco a poco mientras pensamos que algún día
regresaremos allí. Un abrazo inesperado, la emoción de otros. La felicidad es
mirar sin motivo alguno un trozo del mundo que despertó tu curiosidad.
Desde luego no es el dinero, ni
una joya.
Ser feliz es ser. Así de simple.
G. Ramírez
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