Cosas de rojos y maricones
Eso de la homofobia me lo sé muy
bien, me lo aprendí muy pronto obligado por las circunstancias. Tuve que
escuchar, de forma insistente, que había cosas exclusivas de y para los
hombres, que algunas otras eran cosa de nenazas y te convertían en maricón; que
si mostrabas cierta prudencia con las alturas, con la gran velocidad o con
cualquier tipo de peligro, te convertías en un mariquita.
Viví en un bloque de casas
militares, rodeado de militares, de hijos de militares, de ‘militaras’ y de
hijas de ‘militaras’. Estudié en un colegio religioso en el que solo se
admitían a los chicos. Las únicas mujeres que estudiaban allí llegaban en COU y
volvían a irse. Por si alguien tiene dudas, aclararé que el machismo y la
homofobia en ese colegio eran brutales, densos, peligrosos. Todo lo que tuviera
que ver con la condición sexual de las personas era superlativo. Con el tiempo
ha quedado claro que la homosexualidad en conventos, monasterios y seminarios,
era una realidad. Como en cualquier otro sitio, incluido el ejército y aquellas
casas en las que vivíamos las familias de los militares y ellos mismos. Sin
embargo, en aquellos años todo parecía diferente.
A lo que iba; creo conocer el
ambiente más homófobo y más cruel por esas razones que apuntaba. No lo
recuerdo, pero supongo que en alguna ocasión me sumé a la caza y escarnio del
maricón estando en el patio del colegio, supongo que insulté al que se le
acusaba de ser un mariquita sin remedio (todavía hoy, hay quien defiende que la
homosexualidad es una enfermedad, una desviación que se puede arreglar con
terapia). Yo era un muchacho integrado en el grupo y eso significa que haría lo
que el grupo hacía. Las cosas, lamentablemente, funcionan así más veces de lo
deseado. Desgraciadamente, en aquellos tiempos la persecución y la injusticia
con los débiles eran algo casi normal. Además, sufrí y pude sentir lo mismo que
aquellos que eran acusados de ser maricas (ser gay es una cosa muy moderna,
antes eras marica o bollera o tortillera o sarasa, poco más), no por mi
condición sexual sino por lo que quería llegar a ser, por mi forma de entender
las cosas. Después de expresar mi deseo de escribir poemas, de contar
historias, viendo la reacción que provocaba entre tanto macho ibérico español,
decidí dejar de decirlo. Fue muchísimo tiempo después cuando volví a los
libros, a la escritura. Renuncié durante años a lo que quería ser, a lo que ya
era desde antes de nacer. Olvidé quién era.
Escribir poemas era cosa de
nenaza o de maricón en determinados círculos sociales. Eso o eras un rojazo
peligroso. Lo de leer nunca ha sido bien visto por los dictadores autoritarios
y sus acólitos. Un verdadero desastre.
Que nadie se lleve las manos a la
cabeza o dude de lo que digo. Mi generación es hija de una dictadura, somos los
niños que preguntaban en la mesa qué era una dictadura o por qué había
estallado una guerra en España y se les decía que de esas cosas no se hablaba.
Lo importante se zanjaba con el silencio. Somos hijos de una época en la que la
sensibilidad masculina era, poco más o menos, símbolo de debilidad, cosa de
maricones.
Cuento todo esto porque ayer
sentí que alguien me miraba con una sonrisa socarrona después de hacer
referencia a un poema para explicar el enorme amor que un hombre puede llegar a
sentir por una mujer, para explicar mi enorme admiración por todos aquellos que
no limitan sus sentidos. Me miraba con sonrisa socarrona y pensé en lo
gilipollas que debía parecer yo en mi juventud. Y en todo lo que se pierde un
majadero que cree que la masculinidad tiene que ver con un bigote, una actitud
arrogante y amenazadora o con tenerla más larga que otro. Una pena.
G. Ramírez
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