Madres, padres y adolescentes o el horror insoportable
Un adolescente es, en sí mismo,
un problema o la causa de alguno. Es una bomba de relojería hormonal y eso
resulta incontrolable, incomprensible e irresoluble.
Un adulto que tenga que convivir
con un adolescente es, en sí mismo, un problema o la causa de alguno. Los
adultos olvidamos con gran facilidad nuestro pasado y procuramos evitar tener
que enfrentar problemas de adolescentes. El resultado es que todo lo que hace o
dice un adolescente nos parece cosa de aliens peligrosos.
Esto, dicho así, suena fatal.
Efectivamente, suena de pena. Sin embargo, esta es la conclusión de un padre
que ha pasado cuatro adolescencias. Eso en casa. Si cuento sobrinos o hijos de
amigos, las cifras me dan vértigo. Es decir, que creo saber algo sobre el
asunto y he tenido oportunidad de sacar algunas conclusiones.
La relación entre padres y adolescentes
es un auténtico desastre. Los pocos que se libran se pueden sentir afortunados
porque la cosa no consiste solo en bobadas que tienen que ver con los horarios
de salidas y entradas o con el largo de la falda. Todo se puede complicar y no
es raro encontrar padres que han perdido el control y se instalan en el
territorio de la desesperación. Lo normal es vivir la experiencia con
desesperación, sin paciencia alguna, con nerviosismo. Los adultos se convierten
en máquinas de no comprender. Los adolescentes en máquinas de crear situaciones
absurdas e insoportables.
Un adolescente es un ser humano
que intenta comprender qué demonios le sucede a él y a todos esos que le rodean
impidiendo que sea lo que realmente es. Intenta hacer un dibujo del futuro y no
sabe por dónde empezar aunque tampoco alza la mano pidiendo ayuda. La falta de
libertad, lo que él cree que es esa falta de libertad, le aplasta, le mata poco
a poco. El adolescente cree poder dar respuesta a cualquier cosa que le
incumba. Que eso sea cierto o no es otro cantar. Claro, este es el gran
problema del adolescente. No se puede creer que la autosuficiencia es algo
innato y un adolescente lo piensa desde la mayor de las convicciones. No se
puede renunciar a la ayuda necesaria si se quiere progresar. Ahora bien, este
es un problema que se cura con el tiempo. Un día te levantas hecho un
gilipollas y decides enfrentarte al mundo entero. Y a los dos años vuelves a
ser sensato, una persona con capacidad reflexiva y capaz de mantener una
conversación normal con un adulto.
Por su parte (por nuestra parte),
los adultos, los padres y madres en concreto, dedicamos todas nuestras energías
a resolver la vida de nuestros hijos adolescentes, a ordenar una realidad ajena
que no comprendemos y que terminamos convirtiéndola en una sucursal de lo que
soñamos que sean nuestros hijos. Los adultos contestamos las preguntas que un
adolescente se plantea como si eso fuera necesario y saludable. Los adultos
damos el coñazo a los adolescentes con lo que tienen que estudiar, con lo que
tienen que leer, con lo que tienen que pensar, con cómo deben pensar en su
futuro. Somos unos torpes egoístas convencidos de poder elegir por ellos. Es
decir, somos y hacemos todo lo que detestan los adolescentes.
La convivencia en las casas en
las que se encuentras padres, madres y adolescentes, es compleja. Los campos de
batalla nunca fueron un buen sitio en el que vivir. Me encantaría tener la
solución a este problema. No la tengo, ni siquiera la intuyo. No existe. Los
psicólogos ayudan; los que han (hemos) pasado el trance ayudan (ayudamos)
aunque solo sea por ser un enorme pañuelo en el que secarse las lágrimas. Pero
no hay solución.
Lo único que me ha funcionado a
mí ha sido irme a dar una vueltecita de media hora antes de liarla, o hacerme
el muerto un poquito. Si algún adolescente lee esto que se apunte a lo del
paseíto o a lo de parecer lelo mirando a un punto indeterminado del horizonte
antes de liarla. No hay otra.
G. Ramírez
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