Queridos enemigos

© Leonard Freed, Italia. Roma. Mayo 1974. Divorce Law in Italy.

En realidad, los enemigos hacen mucha compañía. Junto a ellos, la vida se tiñe de colores diversos, muchos de ellos nuevos y difíciles de imaginar. Me gustan mis enemigos.

Los enemigos logran que siempre estemos en guardia, que no dejemos de pensar (mal o muy mal o extraordinariamente mal), logran lo que se proponen porque el ser humano tiende a participar en cualquier conflicto aunque no tenga nada que ganar y mucho que perder. Si un enemigo te llama, tú vas sin rechistar.

Tener enemigos cerquita te obliga a estar atento, activo, dispuesto a lanzarte contra ellos. De inmediato. Contra ellos y, ya puestos, contra todos y todo. Pero hacen mucha compañía. Muchísima.

¿Qué sería de nosotros si estuviéramos obligados a lucir carita de querubín todo el día? ¿Qué sería de nosotros si tuviéramos la agenda a tope de buen rollo? Es casi seguro que dedicaríamos muchos esfuerzos a encontrar o crear enemigos. La soledad es muy mala. Y, además, somos incorregibles. Nos va la marcha.

© Leonard Freed.

Todos somos enemigos de alguien (incluidos de nosotros mismos). Tal vez, todos seamos enemigos de todos. Al fin y al cabo, si observas a los enemigos deduces que son inofensivos, malignos, astutos, pasivos, activos, enormes, bobos... Y eso es lo que tenemos alrededor cada día y en cada lugar. Puede que los otros (todos) sean eso, el enemigo disfrazado de normalidad. Si cada uno de nosotros puede ser su propio enemigo ¿por qué no pueden ser mis enemigos todos los demás? Todos enemigos aunque la mayor parte inofensivos.

Ya sé que dicho así, la cosa queda como rara. Casi todos preferimos pensar que la vida es maravillosa, que la gente es maravillosa, que somos una especie de angelitos celestiales. Aunque esta es una opción poco realista. Porque hay enemigos por todos lados, haciendo compañía y su trabajo; enemigos peligrosos y malos como un dolor; enemigos que logran que la esencia humana (dudosamente maravillosa) siga imponiéndose en la realidad.

Piense en ese cuñado que no deja de opinar sobre cómo hay que repartir su herencia en lugar de cerrar el pico y quedar divinamente. Piense en ese vecino coñazo que sigue haciendo lo que le da la gana aunque en las juntas de la comunidad se le diga que no puede seguir convirtiendo el edificio en un estercolero. Piense en los hombres y mujeres que controlan el aparcamiento del barrio y le multan si se pasa unos minutillos. Piense en los compañeros de oficina. Piense, piense. Y luego niegue si es que eso es posible sin sentir una inmensa soledad.

G. Ramírez

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